viernes, 26 de septiembre de 2025

La hermana de Bolívar, el Fabricante de Peinetas y la justicia republicana

 

El 21 de Octubre de 1836, el cónsul de S.M. Británica en Venezuela anotó en su diario un insólito suceso. “La hermana favorita de Simón Bolívar, María Antonia, una joven de 60 años y viuda también (pero que durante su viudez ha producido un par de bolivarianos espurios) se ha enamorado, y no poco, de un joven criollo, y le ha entregado unos 8.000 dólares además de regalarle muchas de las medallas de oro” de su hermano. La suma era equivalente a unos 250 mil dólares de hoy. El beneficiario, José Ignacio Padrón, 35 años menor que ella, era un artesano conocido como Fabricante de Peinetas. 


Hubo “una disputa entre estos dos amadores mal emparejados” que mostraban una considerable diferencia no solo de edad, sino social. “La dama repentinamente acusó al joven de haberle robado la suma en cuestión. Se le encarceló, se llevó a cabo el juicio… donde salió a relucir toda la correspondencia amorosa entre las partes demostrando que había un quid pro quo. El inocente fue absuelto, y Madame se ha quedado con este ejemplo de sus amoríos expuesto ante el mundo caraqueño”. 


La historiadora Inés Quintero revisó el expediente criminal contra Padrón para su libro El Fabricante de Peinetas. Nacido en 1814, año terrible de la independencia venezolana, Padrón sabía leer y tuvo un puesto en el Estanco de Tabaco, que complementó aprendiendo el oficio “delicado y exigente” de peinetero, al que se dedicó en 1833. La peineta de carey era un lujo al que sólo podían acceder “damas de la alta sociedad” como María Antonia Bolívar. Por eso se conocieron. Además, él vivía cerca de su hacienda y en 1835 ya trabajaba para ella como “dependiente y agente de sus negocios”. Así, “entraba y salía de su casa de día y de noche… Se vio favorecido por los beneficios que se derivaron de esa amistad”. Al estallar la Revolución de las Reformas ella le consiguió una certificación para librarse del ejército. Pronto, en paralelo a las peinetas, el joven “se inició en la compra venta de ganado”. Ella le prestó dinero y le hizo regalitos: “algunas prendecitas, una daguita, un relicarito dorado con su cadenita… un cuadrito con dos enamorados… ”. 


Para abrir una posada, Padrón la amobló, compró mesa de billar y abandonó a Maria Antonia por una mulata. Al mes de estar funcionando el negocio recibió una carta de La Criolla Principal cobrándole 300 pesos. Él la invitó a presentarse “ante un Juez con documento que tenga mío el que la satisfaré aunque no esté vencido el plazo”. Días después “fue sometido a prisión en la cárcel de Caracas, denunciado por haber robado 10.000 pesos”. Su patrimonio era modesto. “Dueño de una posadita con unos pocos coroticos, con algunas prendas de vestir gastadas… Ningún calzado en el inventario”. 


Personaje clave en el drama relatado por Quintero es el juez Juan Jacinto Rivas, encargado de la instrucción. Había entrado a la judicatura después de 1830, en tiempos de la República. No tenía vínculos con el pasado colonial y no le importó el origen aristocrático de la denunciante, ni las cartas de amor aportadas al proceso por Padrón, para desestimar la demanda y absolver al acusado por falta de pruebas. Tampoco tuvo en cuenta los testigos de bolsillo de la supuesta víctima. 


El deterioro de esa justicia republicana e imparcial que logró contrariar a una aristócrata y dejar libre un joven de origen popular no tardó. Empezó con el primer gobierno del general José Antonio Páez. A pesar de indudables avances como el primer Código Civil, hubo indultos, rebajas de penas y decretos para consolidar “redes clientelares y personalismo que devastaron la institucionalidad”. Después vendrían muchos caudillos. Desde la independencia, y antes de Chávez, Venezuela estuvo más de setenta años bajo dictaduras que debilitaron la justicia y favorecieron la arbitrariedad y el populismo. Todos esos autócratas admiraron a Bolívar. Juan Vicente Gómez, dictador entre 1908 y 1935, promovió el culto para legitimar su régimen, exaltando esa figura como símbolo de unidad nacional y autoridad. Pérez Jiménez también invocó el legado bolivariano de autoridad y progreso. 


Sin contar la de Bolívar y la Junta Militar de transición, durante los siglos XIX y XX, Colombia vivió siete años -la décima parte de Venezuela- bajo dictadores militares: Tomás Cipriano de Mosquera, Gustavo Rojas Pinilla y José María Melo, tan ferviente admirador de Bolívar que llamó Bolivia a una de sus hijas. El deterioro de la justicia colombiana ha sido más por marrullas civiles y plata o plomo de las mafias, que por golpes militares. Aunque los nuevos bolivarianos se empeñen en calificar de militarista un país santanderista.