lunes, 25 de octubre de 2021

Místico, nadaísta, sociólogo y guerrillero

 Publicado en El Espectador, Octubre 28 de 2021

En los años sesenta, los caminos que llevaban a académicos y estudiantes universitarios colombianos hasta la guerrilla eran impredecibles. 


William Ramírez Tobón fue, junto con Alfredo Molano, uno de los intelectuales más cercanos al médico insurgente Tulio Bayer. Con vocación religiosa temprana, ferviente seguidor de Gonzalo Arango y los nadaístas, admirador y discípulo del cura Camilo Torres, quiso seguir la carrera del profesor de sociología de la Universidad Nacional que moriría abatido militando en el Ejército de Liberación Nacional. Al abandonar la guerrilla fue docente universitario e investigador del IEPRI y el CINEP. 



Ramírez empezó su peculiar carrera estudiando derecho en Manizales. Buscaba entender la extraña época de la posguerra. En las universidades occidentales actuaban diversos ismos que pregonaban un mundo mejor: comunismo, anarquismo, existencialismo, antiimperialismo, pacifismo, hippismo y amor libre. Como si no bastara este caleidoscopio de idealismos, protesta y desobediencia que conduciría al levantamiento estudiantil de Mayo 68, en Colombia había surgido el Nadaísmo que le sumó poesía y bohemia a la rebeldía. En Manizales, Ramírez y sus soñadores colegas, como Humberto de La Calle, frecuentaban los bares “escuchando tangos y jazz, tomando aguardiente, fumando tabaco y marihuana… proclamando la potencia creadora del hombre solitario… a la espera de algún trueno impredecible que transformara la historia”. Pronto se aburrió de los códigos: lo suyo era la bohemia y el amor sin ley. Cuando decidió estudiar Filosofía y Letras, su familia, preocupada por los devaneos con la ociosidad, lo apoyó siempre que ingresara a la Universidad Nacional en Bogotá. Allí mantuvo su vida bohemia pero le sumó discursos incendiarios del padre Camilo Torres con acción revolucionaria. La efusividad rebelde lo llevó a la Facultad de Sociología para cambiar el país bajo la orientación del cura y de Orlando Fals Borda. Del primero le impresionaba su coherencia ideológica y la actitud consecuente con sus ideas políticas. Era el más puro representante de aquel cristianismo que luchaba por la igualdad, se indignaba con el sufrimiento del pueblo y se inspiraba en el nazareno que con látigo expulsó los mercaderes codiciosos del templo. 


La lectura en clave evangélica que Camilo Torres hacía de Marx inspiraba a muchos jóvenes que terminaban envueltos en profundas disertaciones psicoanalíticas mezcladas con intensos debates sobre las variantes del marxismo-leninismo más pertinentes. Los trotskos enfrentaban con vehemencia la línea comunista soviética y también las orientaciones de Mao desde Pekín. El debate también tenía que ver con la correlación de fuerzas políticas locales. Todos los factores atávicos, reaccionarios y opresores hacían impostergable la lucha revolucionaria siguiendo el ejemplo esperanzador de la Revolución cubana.


El convencimiento ideológico no era suficiente para vencer algunas tentaciones terrenales de la vida bohemia que en principio debía ser consistente con el ideario político. Así llegó Ramírez a una cómoda fusión entre acción revolucionaria, aguardiente, marihuana, tango y salsa. “Se es revolucionario no por lo que se lee, sino por lo que se hace, y por lo que se baila y se fuma”.


Una década antes de los rumberos y traviesos rebeldes urbanos del M-19 ya se cultivaba entre la pequeña burguesía capitalina de vanguardia la peculiar visión de que la revolución, así sea robando, secuestrando y matando, es una verdadera fiesta. “Actúe primero, reflexione después, pensar paraliza la acción” sería la delirante fórmula Tupamara importada al país por el grupo armado dirigido por Jaime Bateman Cayón, cocinero mayor del Gran Sancocho Nacional que conduciría trágicamente a la Toma del Palacio de Justicia en 1985. 


Incluso entre estudiantes revolucionarios y parranderos el nadaísmo era visto con recelo. Para sus compañeros de sociología y sus amigos militantes, William padecía de “un peligroso aislacionismo político caracterizado por debilidades orgiásticas reincidentes”. Para contrarrestar las críticas decidió unirse a los comandos camilistas, aguerridos estudiantes dispuestos a sacrificar su vida por la emancipación nacional siguiendo al cura revolucionario. Ni siquiera así pudo superar su amor por “la noche libidinosa junto a poetas borrachos”. 


El milagro que le permitió hacer coherentes ideas políticas y efervescencia amorosa se llamaba María Arango Fonnegra, “reina de la universidad, exponente de la clase alta bogotana y militante de la Juventud Comunista, hermosa oveja negra de su familia, encantadoramente descarriada y ferviente luchadora anti- imperialista”. Militante comunista, María tenía los contactos necesarios para que jóvenes soñadores fueran a la isla caribeña que estrenaba revolución a que les dieran entrenamiento ideológico y militar para tumbar a bala el capitalismo en sus países. Cuando se encontraron en la Nacional ella sentenció, “lo voy a mandar a Cuba para que se le quiten esas güevonadas”. Semejante propuesta de quien viajaría a Moscú para ser formada en la Komsomol, organización juvenil del Partido Comunista soviético, era seria. A los pocos meses, William emprendería viaje a La Habana donde conocería a Pedro Baigorri, el chef vasco de Fidel Castro, y a Tulio Bayer. 



Tobón Marco (2017). Baigorri. Un vasco en la Guerrilla Colombiana. Txalaparta

domingo, 17 de octubre de 2021

Intelectuales y conflicto: Tulio Bayer

 Publicado en El Espectador, Octubre 21 de 2021

Un factor subestimado de deformación en la historia del conflicto armado colombiano han sido algunos intelectuales tan idealistas como sesgados. 


Yo debía tener unos 10 años cuando ví en la revista Cromos, con muchas fotos, un reportaje sobre el médico Tulio Bayer quien se había instalado en la selva para organizar un grupo subversivo. El autor del artículo debió ser poco crítico de esa iniciativa pues para mí Bayer quedó grabado como un héroe que se sacrificaba por los desposeídos. Era la época marcada con gran intensidad por la guerra fría: crisis de los misiles de Cuba, forcejeo entre los gobiernos de los EEUU y la URSS con angustia familiar escuchando la radio y, poco después, el asesinato del presidente norteamericano que había visitado Bogotá con su célebre esposa para cambiarle de nombre al Barrio Techo y convertirlo en Ciudad Kennedy con el impulso de la Alianza para el Progreso.


En un detallado relato publicado en 2017 sobre Pedro Baigorri, peculiar chef cocinero vasco que tras trabajar para Fidel Castro vino a colaborar en la creación de un frente guerrillero con Tulio Bayer en el Vichada, el antropólogo y cronista Marco Tobón, alaba la “indignación  que lo carcomía por dentro al presenciar el maltrato a los indígenas y el hambre generalizada”. Las injusticias lo habían llevado a “alzarse en armas junto a un grupo de guerrilleros campesinos liberales”. A este nuevo Robin Hood lo describe Tobón como “médico cirujano, impugnador de injusticias, intelectual enérgico y combatiente selvático guiado por quijotescos designios justicieros”. 



Algo parecido debí percibir en el relato que leí en aquella revista hace varias décadas. El periodista de esa época, sin embargo, no tenía ni una pequeña fracción de la información, la perspectiva y los elementos de juicio para evaluar al mítico personaje. En particular, no había hablado con personas que conocían de muy cerca a Bayer. Por un lado, su compañero en ese inicio de lucha armada: William Ramírez Tobón, convertido después en profesor de Ciencia Política de la Universidad Nacional, luego investigador del CINEP, y por otra Alfredo Molano, celebre cronista del conflicto colombiano. Ellos y Bayer, según Tobón, llegaron “a encontrarse y establecer vínculos de complicidad” para aventurarse “en las intensas encrucijadas políticas de Colombia”.


Los recuerdos de William Ramírez sobre Bayer son reveladores. Ante la falta de mercado y provisiones, un contacto del médico insurgente le traía botellas de whisky y cigarrillos. “Yo empecé a percatarme que el hombre estaba alcoholizado. Se la pasaba bebiendo y fumando todo el día”. En las noches mantenían lo que el líder llamaba charlas estratégicas “que con el tiempo aprendimos a percibir que solo era una habladera de mierda de Tulio Bayer toda la noche, borracho y fumando sin descanso”. Preocupado porque el médico improvisaba, no era serio y por ende los podrían matar a todos, le dijo a su compañero Baigorri  “¡Hermano, lo que debemos es hacerle un juicio, ese güevón está arruinando todo!”. Los iluminados que pretenden salvar al pueblo son casi siempre unos irresponsables de pacotilla. 


En ese ambiente lleno de desconfianza y tensiones, sin comida ni manera de conseguirla, el cocinero vasco que “se las daba de gran cazador” propuso salir a buscar qué comer. Aunque al principio Bayer no estuvo de acuerdo, al final aceptó. En un momento se separaron y poco después Ramírez sintió que el médico le estaba apuntando. “Alcancé a saltar y me lancé por un barranco cuando escuché el disparo. Evidentemente Tulio me quería matar… salí corriendo a buscar a Pedro… ¡el hijueputa de Tulio se había enloquecido … O le hacemos un juicio o él mismo acaba con nosotros”.


Después de ese intento de asesinato que Bayer negó, Ramírez y el vasco se fueron “dejando a Tulio en la soledad de sus delirios”. Viajaron a Bogotá y al llegar supieron que Bayer había logrado que el periódico El Tiempo publicara una furiosa carta contra ellos acusándolos de una “conspiración para acabar con su vida”.



Parece increíble que este relato de primera mano sobre el Tulio Bayer alcohólico, demente y virtual asesino esté unas páginas antes en el mismo libro de Marco Tobón quien termina no solo condonando sus excesos sino alabando su arrojo y loable sacrificio por la noble causa contra la oligarquía que mantiene en la miseria a los campesinos.   Para completar, el mismo cronista aventura un diagnóstico de por qué en aquella época individuos de esa calaña eran admirados y acumulaban seguidores. “Era preferible ser un borracho pero sin fluctuaciones ideológicas, pendenciero y bravucón, pero sin fisuras doctrinarias, charlatán, pero sin promiscuidades conceptuales. La determinación política era un baluarte innegociable”. 


Años después, otro admirado borrachín y consagrado criminal, Jaime Bateman Cayón, vendría a demostrar que ni siquiera coherencia ideológica se requería para que los excesos y la violencia con fines políticos fueran toleradas y hasta aplaudidas por cierta élite intelectual.  




Crisis de los Misiles, por Raymond Aaron


Tobón Marco (2017). Baigorri. Un vasco en la Guerrilla Colombiana. Txalaparta

lunes, 4 de octubre de 2021

Pazología santista explicada por su autor

 Publicado en El Espectador, Octubre 7 de 2021


Si tuviera que recomendar un sólo libro para entender las limitaciones del proceso de La Habana y el acuerdo final sería  La Batalla por la Paz de Juan Manuel Santos. 


Tenía en mora la lectura de esta obra clave para ilustrar los errores de diagnóstico, la falta de realismo y la ingenuidad política y penal al negociar con curtidos extorsionistas de “la guerrilla más antigua del mundo”. Difícil encontrar un libro colombiano mejor respaldado por estrellas políticas globales: prólogo de Felipe González con recomendaciones de Tony Blair, Bill Clinton y Barack Obama.


Lo más llamativo es el esfuerzo por minimizar el papel de su mentor y luego archienemigo Alvaro Uribe. Santos prefirió expresar gratitud y respeto al papa Francisco por impulsar la paz en Colombia. De 32 fotografías incluídas en el libro, con muchos personajes que dizque contribuyeron a la paz -Hugo Chavez, Fidel Castro, Donald Trump y la cúpula fariana- solo dos aluden al gobierno que lo precedió. Una con Ingrid Betancourt tras la Operación Jaque, “golpe maestro, operación perfecta” y otra dándole la mano a su antecesor con una lúgubre aclaración: “Hacía años que Uribe  -desde cuando había decidido calificarme como traidor y aplicarme su implacable oposición- no pisaba la Casa de Nariño. Luego de un saludo amable pero frío tuvimos una reunión”. 


A esos dos grandes temas Santos le dedica sendos capítulos en su repaso de los cuatrienios durante los cuales las muertes violentas se redujeron del máximo histórico de 77 homicidios por 100 mil habitantes en 2002 a una séptima parte de esa cifra en 2010. Ese ahí cuando, según este premio Nobel, habría empezado la verdadera pacificación del país.  


La tradicional revisión histórica de la violencia que azota a Colombia desde su “nacimiento republicano” está salpicada de anécdotas personales, como la protagonizada por unas “aguerridas mujeres liberales” que incluían a “mi madre, mi tía Helena y María Paulina Nieto, abuela de Sergio Jaramillo”. La vocación por lidiar con la guerra, ala, runs in the family. 


El capítulo más revelador de la obra describe el momento en el que una iluminada élite capitalina decide asesorarse de negociadores internacionales para superar la ruda pretensión de ganar una guerra antisubversiva militarmente. En 1996, en una comida con el presidente de la Asociación Nacional de Industriales y el embajador español pensaron en “un gurú en la materia, que aportara nuevas ideas”. Contactaron a Adam Kahane, ex directivo de la Shell y “experto en resolución de conflictos” con destacado papel en el proceso sudafricano. Gracias a sus contactos con Harvard consiguieron al reputado maestro, cuya agenda estaba copada. Como uno de sus compromisos era en Brasil podría pasar por Bogotá. Esa ventana de oportunidad era estrecha: daba poco tiempo para “reunir a todos los actores del confilcto colombiano”. 


La Fundación Buen Gobierno encaró el desafío. Fue tan eficaz que mereció una felicitacion de Kahane: ”ustedes lograron en tres semanas lo que en Sudáfrica demoró quince años: sentar alrededor de una mesa los actores del conflicto”. 


La enumeración de los asistentes a esa reunión con la que se iniciaba el largo camino hacia la verdadera paz y luego al premio Nobel deja a cualquiera boquiabierto. Alfonso López Michelsen, Rodrigo Pardo, Juan Carlos Esguerra, Augusto Ramírez, Luis Fernando Jaramillo, Rodrigo Rivera, “la cúpula de la Iglesia y de las Fuerzas Militares y Antanas Mockus”. Hubo representantes de asociaciones campesinas, empresarios rurales, industriales y sindicalistas, académicos, políticos y militares retirados. También “participaron representantes o simpatizantes de las autodefensas y –vía telefónica- Felipe Torres y Francisco Galán del ELN, desde la cárcel de Itagüí, con Raúl Reyes y Olga Marín de las Farc desde Costa Rica”. Narcos, variadas mafias, sicarios, pandillas urbanas e intervención extranjera poco tenían que ver con el conflicto.  


El único pincelazo de la guerra sucia en ese histórico encuentro es cuando Aída Avella rehusó sentarse con Víctor Carranza porque la había “mandado matar en cinco ocasiones”. Santos reviró que para evitar la sexta “vaya y siéntese”. 


Tan reveladora de la trascendencia de esta asamblea multitudinaria es la descripción de su organizador: “Nunca antes se había logrado una convocatoria tan amplia, tan diversa y tan exitosa de sectores de la sociedad colombiana, muchos de ellos absolutos contradictores o enemigos, en aras de un acercamiento al fin del conflicto”. La paz, según esta nueva visión, se logra con víctimas disuadiendo victimarios. La represiva justicia penal se vuelve redundante para los elegidos por él. 


Santos veía la violencia colombiana como secuela del desacuerdo ideológico dentro del establecimiento que frenaba el desarrollo. Desde aquel entonces, en la pazología santista primaron la criminología progresista de salón, los beneficios económicos de la paz rural con coaching experto sobre el perdón, la transición desde una guerra civil o la inclusión de cualquier minoría, todo adobado con irrespeto a la constitución y propaganda a tope.