miércoles, 28 de mayo de 2014

La Culebrita que se voló de la casa

Publicado en El Espectador, Mayo 29 de 2014
Reproducción de la columna después de las Gráficas

Guevara, Santiago (2013), "Pormenor de un secuestrado", Ilustraciones realizadas para el Nª 143 de la revista El Malpensante








Guillermo La Chiva Cortés estuvo secuestrado varios meses por las FARC. Tras su liberación, Alexandra Samper le hizo una entrevista que fue publicada post mortem en El Malpensante. En el cautiverio La Chiva se hizo amigo de la Culebrita, una guerrillera “bonita y guapa” que a sus veinticuatro años “era una berraca”. En las caminatas él recogía flores y se las regalaba. “Fue una gotica de luz en medio de ese mierdero”. Una noche La Chiva le preguntó “¿tú por qué te metiste en esta vaina?”. Ella le contó que vivía cerca de La Dorada, con dos hermanas menores y su mamá, una prostituta. “Arriendo el local por horas”, les decía, y para que no siguieran sus pasos insistía: “más que suficiente con una puta en la casa”. La mamá tenía un amante que “se entraba a la pieza donde yo dormía con mis dos hermanas. El cucho violaba a alguna de las tres y después se largaba a dormir la borrachera”. Las hijas eran incapaces de frenarlo y sabían que la mamá, cansada y con tragos, tampoco haría nada. 

Cuando la guerrilla llegó al pueblo la Culebrita conoció a uno de los muchachos. El pelado era querido y supo detalles del viacrucis. “Cuando se arrima a mi catre, me toca aguantarme las ganas tan berracas de vomitar mientras me clava, pero cuando está en esas con mis hermanitas me dan ganas es de matarlo”. El nuevo amigo la tranquilizó: la vaina no era tan difícil si aprendía a manejar su revólver. Un día que la mamá y el abusador tomaban, la Culebrita se quedó despierta hasta que lo oyó entrar a la pieza. “El cucho se fue derecho para el colchón de mi hermanita, yo me quedé quieta haciéndome la dormida. Oí cuando se bajó la bragueta, a mí me dio un escalofrío por toda la espalda. Y cuando se estaba quitando los pantalones saqué el revólver de debajo de mi almohada. Me senté en la cama, apunté reteniendo el aire como me habían enseñado y le propiné seis tiros sobre el cuerpo”. El instructor guerrillero la estaba esperando afuera. “Me fugué de la casa con él y así fue que me uní a las Farc”. 

La Culebrita es otra de las mujeres ignoradas por los trabajos sobre violencia sexual en el conflicto que acogieron sin reserva la doctrina de atacantes extraños, enemigos de guerra. El típico agresor en Colombia es un conocido que está cerca, a veces en la misma casa, de la mujer abusada. Hay varios, demasiados testimonios como el de esta joven que buscó protección en la guerrilla. En una encuesta realizada en zonas de conflicto, 46% de las víctimas de violación señalan como atacante a un familiar, y 13% a un actor armado. Entre desmovilizadas, las cifras son 65% y 5%. Este caso ilustra la complejidad del fenómeno de reclutamiento juvenil y, sobre todo, la espantosa situación de las menores atacadas sexualmente por conocidos y familiares. Algo está funcionando muy mal cuando la única instancia a la que una adolescente víctima repetida de violación acude es al amigo guerrillero que le enseña a matar. 

Es difícil siquiera imaginar cómo prevenir casos tan aberrantes como este. La Culebrita hubiera ganado poco con saber que en guerras lejanas los combatientes violan mujeres de otras etnias. Frente a sus ganas de vomitar o matar al cucho la supuesta necesidad de que las víctimas tomen conciencia del abuso sexual parece redundante. Mezclar su suplicio en un agregado de ataques contra las mujeres para confundirlo con asuntos como la prohibición paramilitar de usar minifalda es un irrespeto, un insulto. Ni siquiera saber el dato de muchos miles de colombianas violadas impunemente la hubiera ayudado, posiblemente habría reforzado su sensación de impotencia, y fortalecido al atacante. Ninguno de los escenarios recurrentes del discurso sobre violencia sexual en el conflicto le hubiera servido a la Culebrita. Tal vez una telenovela con la protagonista abusada denunciando al amante de la mamá para que sea juzgado y no asesinado sí podría tener algún efecto, sobre víctimas y victimarios potenciales. 

La defensa de los derechos de las menores debe centrarse en los riesgos reales que enfrentan y en cómo evitarlos. Los pocos incidentes judicializados y sancionados, no la impunidad, deberían tener la mayor difusión. Fuera de fomentar las denuncias, es necesario encontrar una vía para que, desde los primeros intentos de abuso sexual, una niña o adolescente pueda enviar señales de alarma para que alguien distinto de un guerrero la proteja.