domingo, 10 de junio de 2018

¿Izquierda o derecha?

Publicado en El Espectador, junio 14 de 2018
Columna después de las gráficas






Más seguro afirmar que Duque es de derecha que apostarle al izquierdismo de Petro.
Esa asimetría existe desde 1789, cuando se acuñaron en la asamblea francesa los términos que dividen el voto. “Los leales a la Iglesia y la monarquía se sentaban a la derecha para evitar los gritos, insultos e indecencias que reinaban en al lado opuesto”.
La izquierda buscaba cortarle prebendas a la aristocracia y a la Iglesia, con cámara legislativa única de representantes elegidos por voto popular, exclusivamente varonil. Proponían un gobierno basado en los derechos naturales y la voluntad del pueblo, no en la religión ni la tradición. La derecha quería preservar priviliegios de las élites, una cámara alta no elegida y restricciones patrimoniales para el voto. Un historiador resume las discrepancias: “la izquierda enfatizaba los derechos indivduales: libertad de expresión, reunión y culto, derecho a la propiedad y tratamiento igual ante la ley. La derecha buscaba limitarlos”.
El marxismo cambió drásticamente el rol ideal del Estado en la producción. La izquierda original proponía economía de mercado, con pequeños propietarios individualistas. Bajo la monarquía, los revolucionarios sufrieron los monopolios estatales y la concentración de poder. Querían eliminarlos. Defendían la propiedad privada –su casa, parcela o taller- de manera extremadamente egoísta.
La derecha, aristocrática o religiosa, había disfrutado la intervención y regulación estatales, los monopolios y las rentas. La izquierda los había sufrido y consecuentemente buscaba “un estado mínimo cuyo rol se limitara a la defensa nacional y a la administración de justicia”. O sea, la receta de Robert Nozick, declarado cavernario por la izquierda contemporánea, que también estigmatizó a un defensor de las libertades individuales, más acorde con la izquierda antiestatista que con la derecha rentista: Friedrich Hayek. Los revolucionarios hubieran rechazado tanto el comunitarismo actual como el engorroso intervencionismo que también defraudó a la plutocracia.
La izquierda posmarxista no debería deformar la esencia del voto popular reaccionario. En Colombia, un gigantesco sector informal le tiene aversión a todo lo que implique tributación y regulación estatal diferente de ayudas y subsidios. Pequeños comerciantes, artesanos o campesinos no son proletarios sindicalizados, menos aún grandes empresarios, y apoyan tranquilamente a quien solo les ofrezca justicia y orden. Para lo demás se bandean sólos. Como no tributan no les importa la corrupción, pero es una infamia acusarlos de impulsar la guerra.
Los socialistas utópicos abrieron el camino para el creciente rol estatal. Saint-Simon planteó que la ciencia, dirigida por autoridades públicas, mejor castrenses, reduciría el desperdicio del sector privado. Siguiendo a Bentham, Roger Owen propuso como objetivo maximizar la felicidad con intervenciones paternalistas. Argumentaba que los individuos son el resultado de su entorno social. Bastaba tratarlos con simpatía y bondad para que respondieran con diligencia y lealtad. La libertad y autonomía pasaban a segundo plano. Había que reformar el sistema económico, social, político y cultural. Educada correctamente, esa “nueva gente” formaría asociaciones con intereses comunes que garantizarían trabajo productivo y buen comportamiento ciudadano.
La dirigencia que mejor recogió los planteamientos originales de izquierda y el socialismo utópico fue la sueca. Consciente del lío de estatizar la producción, su burocracia optó por la ingeniería social de Owen relanzada en los años treinta por Alva y Gunnar Myrdal, académicos que combinaron “lo mejor del capitalismo con lo mejor del socialismo” y acabaron inspirando el New Deal de Roosevelt. No es coincidencia que los suecos le otorgaran en 1974 el Nobel de economía a Myrdal, intervencionista intenso, compartido con Hayek.
Un principio básico y ubicuo del modelo sueco ya lo adoptó el progresismo global: superar el odio. Para lograrlo, no puede haber dependencia ni roces entre gente que, a pesar del cambio cultural, sigue siendo individualista. Por eso el estado de bienestar “independiza a cada persona de las demás, proporcionando la verdadera libertad. Esto implica la ruptura de los lazos familiares”. La vanguardia también plantea que la familia tradicional es jerárquica y heteropatriarcal, no democrática; debe evolucionar para que la gente dependa profundamente del Estado, liberada de relaciones conflictivas, o protegida si es víctima. La Sociedad Humana reemplaza la selva competitiva.
Lejos de Suecia tanto en desarrollo como en estructura familiar, gane quien gane el domingo, Colombia seguirá avanzando más lentamente que la corrupción. No volverá la guerra con la que espanta la izquierda pacifista desde la reelección de un oligarca camuflado, ni llegará la seguridad jurídica que sueña la derecha. Desafíos como el medio ambiente y la desigualdad se pueden enfrentar parcial y privadamente, sin revolcar instituciones, ni reescribir la historia patria, ni aumentar la intromisión burocrática: usando la bici, reciclando, consumiendo menos carne, pagando impuestos y recompensando mejor los servicios informales que disfrutamos. El Gini depende de todos, Santrich o los cultivos ilícitos no: serán problema del nuevo gobierno, que usará zanahoria de izquierda o garrote de derecha. 
REFERENCIAS

Benegas y Blanco (2018). "Suecia y el suicidio social: la sutil pero temible revolución". Disidentia, Marzo 18


Easterly, W. The tyranny of experts. Economists, dictators and the forgotten rights of the poor, Nueva York: Basic Books, 2013.

Hodgson, Geoffrey (2018). Wrong Turnings. How the Left Got Lost. Chicago University Press

Rubio, Mauricio (2014). “Ilegales, Hongos y Levadura. Reseña de La Tiranía de los Expertos de Willam Easterly con una crítica a dos trabajos de expertos”. Revista de Economía Institucional, vol. 16, n.º 31, pp. 359-408