Publicado en El Espectador, julio 31 de 2025
Recién posesionado Gustavo Petro, Hernando Gómez Buendía proclamó: “el proyecto Petro-Márquez es una revolución cultural. Pasamos de gobiernos de técnicos obtusos a uno de intelectuales e idealistas”. A pesar de compartir ese sueño, prudentemente advirtió: “un sueño mal conducido puede acabar en desastre”.
En agosto de 2023 Juan David Correa fue nombrado Ministro de Cultura. Después de 18 meses renunció súbitamente. Una conversación con Vera Grabe, experta en “Cultura de Paz”, revela lo que la izquierda democrática y simbólicamente desarmada piensa de una “revolución” o, al menos, una verdadera “política cultural”.
Tras reconocer que Colombia es "una república intercultural, (con) diversidad cultural, intelectual y humana muy grande…” la civilizada ex M19 señala la necesidad de “cambiar la mentalidad… cultura no es sólo costumbres, tradiciones, artes, sino el conjunto de la mentalidad… Es entender educación (como) la familia, el trabajo, la organización social, el barrio, la comunidad… quienes toman decisiones…”. El ex funcionario se entusiasma y propone un Ministerio de la Cultura de Paz con “un Instituto Nacional de las Artes que se ocupe de las convocatorias, de la acción de los artistas, ser un brazo ejecutor de unos dineros… transversalizar esta acción… Nos falta entender que la transformación cultural es definitiva para cualquier acción, para la acción en transporte, para la acción militar, la acción exterior…”.
El objetivo explícito es “estar en todo” y cambiar mentalidades. Pero no queda claro cómo se daría esa metamorfosis transversal de la diversidad cultural colombiana. Surge la inquietud de si el denominador común idealizado lo definirá un líder visionario e infalible. Preocupa que una burocracia estatal que fije prioridades, no de manera “compartimentalizada” y neoliberal sino interpretando un sentir colectivo, incluso orientando las artes, siga instrucciones del mismo caudillo mesiánico. Después podría confundir desacuerdo con odio o enemistad para proceder a erradicar oposición y codicia capitalista. Son versiones embrionarias del rebaño acrítico y leal al autócrata que promueve el pensamiento uniforme.
Para no agobiarse con el deje despótico del cambio cultural desde el Olimpo, tranquiliza constatar que existe otro enfoque sobre lo cultural. Primero, de Perogrullo, se deben comprender las diferencias culturales en un país tan diverso. Segundo, analizar cómo esas discrepancias afectan la manera de relacionarse, de intercambiar y de producir. Es lo que hace Juan Luis Mejía en una entrevista sobre las peculiaridades antioqueñas. Eso hizo formal y magistralmente hace décadas, para todo el país, Virginia Gutiérrez.
“Para entendernos tenemos que entender la sociedad española que vino a América. Era absolutamente jerarquizada: el Rey, los 25 grandes, la nobleza, la hidalguía y el pueblo llano”… Los conquistadores aspiraban a ser hidalgos, hijos de algo. “No venían por tierra sino por oro y quien les trabajara”. En Antioquia, la población indígena desapareció rápido, por dispersa y propensa a nuevas enfermedades. Pero había oro. Aunque convenía ser hidalgo para no trabajar con las manos, un oficio vil, ni pagar impuestos, en Antioquia tocó hacerlo, por el precioso metal. En cartas de estos aventureros se lee, “por favor que mi familia no se vaya a enterar que he tenido que trabajar”.
Mejía no duda en afirmar que los antioqueños “no nos podemos entender sin la fiebre del oro”, que continúa hasta hoy y ayudaría a explicar, por ejemplo, la alta violencia en Buriticá. También enumera singularidades como el temprano desarrollo del mercado crediticio, de las sociedades accionarias, las prácticas contables y administrativas, hijos de empresarios educados en Inglaterra, llegada de europeos que entrenaron mano de obra local y luego establecieron alianzas matrimoniales con las élites y un largo etcétera de prácticas, costumbres y saberes en las que Antioquia fue precursora. Donde hubo tradición colonial más fuerte se mantuvo la mentalidad de tener “quien me trabaje” sin mayor innovación.
Mejía no es sólo historiador. Como Correa, es un hombre de cultura. Dirigió la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, la Biblioteca Nacional en Bogotá, la Cámara Colombiana del Libro y fue rector de EAFIT. Siendo director de Colcultura lideró la creación del Ministerio de Cultura que tuvo bajo su responsabilidad.
Incluso deseando un Cambio, muchos preferiríamos que su componente cultural estuviese liderado por alguien pragmático como Mejía, con curiosidad por entender diferencias culturales, que celebre la iniciativa individual y el emprendimiento y no un voluntarista como Correa, incómodo de pertenecer a la élite codiciosa y obsesionado por financiar lo colectivo con fondos públicos.
Desde que el frustrado soñador dejó el gabinete, un visionario rabiosamente averso a la crítica escaló sus descaches hasta darle faraónico poder a un delirante, acordar con el dictador Maduro una frontera porosa e ilegal y amenazar explícitamente con censurar medios. Esteban Piedrahita, otro director de escuela de negocios, curioso por entender el desarrollo de su región, el Valle del Cauca, ofrece sosiego: “la geografía nos ha hecho inmunes a la dictadura”.