Publicado en El Espectador, Julio 10 de 2025
Según Ana Carrigan en su libro “El Palacio de Justicia”, la madrugada del 7 de noviembre de 1985, segundo día de la Toma, el Ejército se retiró del edificio en llamas. Varios guerrilleros y rehenes pudieron instalarse en un baño para descansar. Por primera vez hablaron.
Gabriel recuerda una discusión con Andrés Almarales. “Le suplicamos que se rindiera y que no permitiera que nos mataran a todos”. El comandante del asalto, abogado, les respondió que no estaban entendiendo lo que pasaba. Explicó por qué el M19 había tomado la Sala de la Corte Suprema de Justicia y lo que pretendían hacer. “Nosotros no vinimos aquí a matar a nadie. Vinimos a presentar nuestro caso contra el presidente y contra los militares. Queríamos que todos los magistrados actuaran como jueces”. Agregó que Belisario Betancur había traicionado los acuerdos con ellos y contó que venían preparados para resistir ocho horas de combate con el Ejército. Después, esperaban sentarse con los jueces para exponer sus posiciones. De ahí el nombre de la operación: “Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”.
El magistrado Manuel Gaona reaccionó y le increpó a Almarales: “¿cómo se pueden llamar defensores de los derechos humanos cuando hacen lo que nos están haciendo a nosotros?”. Los rehenes presentes se involucraron en la discusión, todos de acuerdo con Gaona y en contra del guerrillero. Una mujer joven, secretaria, se atrevió a gritarle. “¡Usted es un asesino! ¿Cómo nos puede mantener aquí encerrados? ¡Todos vamos a morir!”. Quien dirigía el ataque, a pesar de ser jurista y ex parlamentario, no pudo responder, no logró justificar lo que estaban haciendo. Se limitaba a repetir “esto es diferente. Es distinto. No hemos matado a nadie ¡No vinimos a hacerle daño a nadie!”. Salió del lugar para evitar el alegato. Cuando volvió el silencio era sepulcral. Gabriel recuerda que “por supuesto sabíamos que ellos nos estaban protegiendo, como decían, porque representábamos su única oportunidad de salir vivos de allí. Sabíamos que nunca nos dejarían ir porque finalmente éramos su pasaporte a la libertad”.
A las 5am una guerrillera entró al baño con un radio transistor. Contó que el Ejército anunciaba el inicio de la Operación Rastrillo, como se conocía la táctica militar utilizada para buscar guerrilleros escondidos en los pueblos. “Van de puerta en puerta, casa por casa, disparando primero y preguntando después”. Dio nuevas órdenes a los rehenes: tenían que salir y volver a gritar informando quiénes y cuántos eran. “Manuel Gaona encabezó la iniciativa. Él y otros magistrados se turnaban, yendo a la puerta del baño y gritando ¡Soy tal y tal, magistrado de la Corte Suprema o del Consejo de Estado! Por favor ¡No disparen! ¡Nos van a matar a todos!… Pero no hubo respuesta. Nada. Y finalmente nos cansamos de gritar. Nos cansamos de suplicar por nuestras vidas”, concluye Gabriel. Para reforzar la sensación de miedo, media hora después, cuando se reinició el tiroteo -en el que “Violeta disparaba la gran ametralladora del M19 con efecto mortífero”- Almarales reiteró que el peligro lo causaba el Ejército: “si esta es la Operación Rastrillo, estamos acabados. Simplemente entrarán y acabarán con todo lo que tengan en frente”.
A las 8am los rehenes lanzaron otra idea para alterar el dominio militar. La propuesta vino de Carlos Horacio Urán, joven magistrado asistente del Consejo de Estado. Le pidió al líder guerrillero que lo dejara salir. Le insistiría a un oficial que llamara a alguien del Gobierno para que viniera a hablar con él y así comunicarle la solicitud del M19: "dejarlos salir a cambio de entregar los rehenes”. Almarales manifestó que le gustaba la idea pero veía problemático que él fuera el emisario. Por dificultades políticas asociadas a su vinculación con la ANAPO y haber apoyado la paz de Belisario, Urán tendría problemas con el ejército. De inmediato Manuel Gaona se ofreció como voluntario pero también fue rechazado por ser ponente de la decisión sobre la extradición y haberse opuesto al deseo de Turbay de aumentarle poder a los militares. Tampoco le permitieron salir.
A pesar de que el M19 ejercía control absoluto, y armado, sobre lo que tenían que hacer los rehenes, sobre su vida, la responsabilidad por el peligro, aseguraba el líder atacante, no era suya sino que recaía sobre quienes pretendían liberar a los cautivos. No falta ser experto en negociación bajo amenaza para argumentar que Almarales, supuestamente escogido para dirigir la toma por su formación de jurista y su actitud dialogante, actuaba magistralmente, pero en el arte de manipular y amedrentar rehenes temerosos de morir encerrados a la fuerza. La vocación y el entrenamiento del M19 incluían el secuestro extorsivo, que requiere armas, pero no el debate jurídico, siempre inerme.
REFERENCIA
Carrigan, Ana (209). El Palacio de Justicia - Una Tragedia Colombiana. Icono