Publicado en El Espectador, Marzo 10 de 2022
La guerra en Colombia fue impulsada por la paranoia gringa con las drogas, el voluntarismo de hacer la paz sin condenar el secuestro, una reforma contraproducente del código de procedimiento penal y unas mafias bien asesoradas legalmente.
En 1986 se observó un quiebre definitivo en la dinámica del conflicto armado. Para el quinquenio que empezó ese año, el crecimiento promedio anual del secuestro, hasta entonces del 3%, alcanzó casi al 50%. El incremento se dio de manera generalizada a lo largo y ancho del país.
Antioquia se consolidó como líder en la materia. El quiebre fue independiente de las actividades económicas legales y estuvo asociado con varios indicadores de la intensidad del conflicto, como la tasa de homicidios, el número de efectivos de la guerrilla y el área cultivada de coca.
Unos años antes, entusiasmados por el éxito de la toma de la Embajada de República Dominicana por el M-19, los distintos grupos guerrilleros hicieron explícita su voluntad de agudizar la confrontación y llevarla a las ciudades. La expansión territorial requería más armamento, mejor entrenamiento militar y por lo tanto mayores recursos financieros.
Cuando por decisión de Ronald Reagan la droga se convirtió en problema de seguridad para los EEUU y su ejército empezó a combatir el narcotráfico en distintos países, una parte de los cultivos de coca se trasladaron a las selvas colombianas y atrajeron a la guerrilla.
Paradójicamente, la intensificación del conflicto se dio en el marco de un generoso programa de paz promovido por la administración de Belisario Betancur. En 1985 Luis Carlos Galán reconocía “una sustantiva disminución de los enfrenamientos armados… pero simultáneamente un dramático incremento del secuestro y la extorsión”.
Durante varios años, el tema de los secuestros no fue debatido, ni discutido, ni mucho menos condenado por políticos, funcionarios y representantes de la sociedad civil que dialogaban con los rebeldes. Buscaban no incomodar a grupos subversivos que hablaban de paz pero seguían secuestrando.
Por otro lado, los dirigentes de la naciente Unión Patriótica, brazo político de las Farc, empezaron a ser sistemáticamente asesinados en medio de acusaciones sobre participación de los organismos de seguridad en esos crímenes.
La guerra librada por los narcotraficantes contra la extradición de nacionales los había vuelto especialistas en asuntos penales. Durante varios años, las mafias buscaron blindarse mediante amenazas, sobornos y la contratación de reputados abogados. Además, algunos cambios en el código procesal penal tuvieron significativas consecuencias. Ejemplo digno de mención es el Decreto Ley 50 de 1987 con el cual se buscó reorganizar la parte más débil y crítica del sistema: la policía judicial que investiga la autoría de los crímenes. Los bien intencionados cambios implicaron, en la práctica, total desmantelamiento por cerca de dos años de esta parte fundamental del engranaje penal.
Además, se limitó la apertura de la investigación formal, o sumario, a los incidentes criminales que tuvieran sindicado conocido. Se puso un término de sesenta días a la tarea de esclarecer los delitos e identificar a los autores. Así, un incidente no aclarado antes de dos meses quedaba suspendido indefinidamente. Se oficializó la impunidad para los delitos cometidos profesionalmente. Esta parálisis fue particularmente severa para los homicidios y secuestros ocurridos en áreas rurales.
Así, precisamente por la época en que el narcotráfico arreciaba su guerra contra el Estado colombiano, que las guerrillas intensificaban la confrontación militar, que se generalizaba la guerra sucia, el sistema judicial colombiano quedó inoperante por casi dos años. “Se le quitaron las funciones de Policía judicial a la Policía, al Das y a la Procuraduría… En lugar de aprovechar los cuerpos de policía judicial de estas entidades y de fortalecer la capacidad de la Dirección de Instrucción sobre estos organismos, estos se eliminaron, dejando al país literalmente sin capacidad de investigación”. El director de la recién creada Dirección de Instrucción Criminal sentenciaba “que tanto el Das como la policía Judicial estaban integradas por perfectos hampones”.
No parece simple coincidencia que el principal barón de la droga, Pablo Escobar, fuera simultáneamente el secuestrador más prominente de Medellín. La inquietud que surge es si su know how para realizar plagios impunemente fue transferido a los grupos insurgentes que por esa misma época intensificaron esa práctica para financiarse. Se puede sospechar que esto pudo ocurrir por dos vías. La primera fue un proceso de infiltración de los grupos armados en las entidades de investigación criminal debilitadas por la reforma que tuvieron que reclutar a toda prisa y sin los filtros pertinentes sabuesos familiarizados con el bajo mundo. La segunda, más especulativa, es que esta importante innovación tecnológica en la actividad del secuestro fue señalada por Pablo Escobar a los del M-19 que, su vez, la transmitieron a los demás grupos subversivos del país.