domingo, 1 de marzo de 2020

El coronavirus y mi hija

Publicado en El Espectador, Marzo 5 de 2020
Columna después de las gráficas






Los asuntos familiares están plagados de confusiones sobre su alcance, persistencia, beneficios y costos no siempre privados. 



Ana, mi hija adolescente, vivió desde pequeña obsesionada por las epidemias. A los 4 años quería saberlo todo sobre la peste negra. Coleccionaba ilustraciones y mapas. Cuando viajábamos a cualquier ciudad europea preguntaba cómo habría sido en el medioevo. Siempre me pareció insólita esa curiosidad precoz pero me parecía una buena disculpa para aprender historia y geografía. 

Hace unos meses, con la misma certeza que antes mostró para decidir que quería ser actriz, cantante y luego periodista, afirmó “voy a ser epidemióloga”. Celebré sin reparos esa elección. Me alegró su vocación no solo sólida y temprana sino desligada del dinero y las aventuras lucrativas que la apasionan, como comprar ropa de segunda y venderla por internet con pingües ganancias. Le comenté que yo sabía algo del oficio pues había trabajado con profesionales de esa disciplina empírica, rigurosa, con poca cháchara e impacto social positivo. 

La inesperada elección profesional resultó efímera. Semanas después, Ana concluyó que realmente quería era trabajar con una epidemióloga que le advirtiera qué sitios, alimentos o personas evitar para permanecer sana y saludable. La joven desprendida y altruísta desvelada por la salud pública destapó una faceta egocéntrica más acorde con sus habilidades comerciales y su generación. 

La crisis del coronavirus exacerbó el desasosiego epidemiológico. Cotidianamente Ana señalaba precauciones y lugares a dónde no ir para estar a salvo. Por primera vez en su vida apreció nuestra casa rural, lejos de ciudades invadidas por turistas, donde hasta podríamos sembrar tomates. Lamentó no poder ir a muchos lugares que soñaba conocer. 

La semana pasada, llegó de su colegio una circular en la que, siguiendo instrucciones del Ministerio de Educación, solicitaban a quienes hubiesen viajado recientemente a países afectados abstenerse de visitar las instalaciones escolares durante 14 días. 

Coincidencialmente, una tía muy compinche con Ana volvía en esos días de un periplo por el Asia y se había programado un encuentro familiar el fin de semana a unas tres horas de donde vivimos. Sin sonrojarse, la sobrina cuasi activista mantuvo inalterados los planes de ágape. Incluso festejó la posibilidad de faltar dos semanas al colegio. El romántico escenario de una hija previniendo enfermedades y que sin ayudas estatales redondearía sus ingresos con negocios esporádicos se desvanecía, transformándose en empleo capitalista tradicional. Afortunadamente, la discutible cita con la amenaza viral dependía de mis servicios como chofer. En esta ocasión, la pereza de tres horas ida y vuelta por carretera fue férrea aliada de mi quijotesca defensa de la coherencia entre intenciones y acciones. 

Toda la familia, rara vez tan de acuerdo en asuntos pedagógicos, criticó mi decisión. “Eres demasiado severo, es apenas una adolescente”. Sigo sin entender por qué el gusto por el brócoli o mantener ordenado el cuarto se deben aprender desde la infancia pero evitar ser buchipluma, tener fuerza de voluntad y mantener la palabra no. Recurrí a Edward Banfield y su ensayo sobre el “familismo amoral” en una aldea italiana en los años cincuenta para reafirmar mi decisión de no alcahuetearle a Ana que “la familia es más importante que un virus”, como sostuvo impávida antes de soltar otra cursilería: “si de todas maneras nos vamos a morir, ¡mejor morir juntos!”. 

Las reflexiones de Banfield, pertinentes para Colombia, justifican intervención parental focalizada y temprana. “En una sociedad de familistas amorales, nadie defenderá los intereses de la comunidad a no ser que le convenga privadamente hacerlo. En otras palabras, la esperanza de ganar a corto plazo será el único motivo de preocupación con los asuntos públicos”.

Más que reconocer la importancia de la familia, me declaro defensor de dicha institución. Al estudiar pandillas y prostitución adolescentes tomé conciencia de las muchas dificultades y riesgos que menores de edad enfrentan al escaparse de la casa. La criminología de jóvenes es inequívoca: civilizar y transmitir valores en el hogar debe hacerse cuanto antes. Observar cómo ingleses, franceses o belgas educan a su prole, en contravía al fofo principio del libre desarrollo de la personalidad, apunta en la misma dirección.

Pero el discurso profamilia está plagado de dilemas. Y no solo porque así se transmiten prejuicios, fobias o monstruosidades como el abuso sexual: serias amenazas sociales, por ejemplo corrupción y crimen organizado, están ancladas en estructuras de parentesco sólidas, perversas, amorales, que anteponen el clan familiar al interés colectivo. “Todo por los carnales, güey”, pregona un capo mexicano en Netflix. El sur de Italia, entorno del pueblito estudiado por Banfield, resultó fértil en mafias.

Por su descache, le puse a Ana una tarea bien escuelera: argumentar por escrito cómo y cuándo toca obstinarse hasta que una adolescente aprenda a ser ciudadana seria, responsable, sensible a los asuntos públicos. En últimas, mínimo ese resultado le debe una familia a la sociedad.



REFERENCIAS

Banfield, Edward (1967). The Moral Basis of a Backward Society. Free Press

Rubio, Mauricio (2016). "Familias extensas y solidarias". El EspectadorAgo 24