Publicado en El Espectador, Febrero 13 de 2020
Columna después de las gráficas
Columna después de las gráficas
Hay quienes pretenden tapar el sol con las manos sugiriendo que en Colombia no hubo conflicto armado. La realidad es que persisten varias violencias que la paz simplemente ignoró, o maquilló.
El último tozudo fue Alfredo Ramos Maya, concejal por el Centro Democrático, quien busca eliminar el concepto del Museo Casa de la Memoria en Medellín. Siempre que se machaca esa precisión semántica, reviran voces igualmente despistadas: proclaman que la realidad la definen ciertas palabras. El formalismo es tal que la condición de víctima parece función no de los ataques sufridos sino de un registro burocratizado con términos específicos.
La relevancia o validez de cualquier vocablo depende del arraigo en el lenguaje, a su vez determinado por la “correlación de fuerzas”, preocupación marxista. En España nadie ajeno a ETA se atrevería a plantear que la lucha contra ese grupo fue un conflicto político y no una defensa de la democracia atacada por una violencia injustificable. El País Vasco casi encaja mejor que Colombia en las condiciones que, como Ramos recuerda, establecen el derecho internacional humanitario y el Comité Internacional de la Cruz Roja para hablar de conflicto armado: control territorial, representación popular e insurrección contra un régimen. Sin embargo, a ningún burócrata internacional se le ocurriría recomendar el uso del término para lo acontecido en Euskadi. Las víctimas, el gobierno, el legislativo, la justicia, la academia o los medios jamás adoptarían tal denominación para el enfrentamiento contra “la banda terrorista” etarra. A nadie le importa hacer parte de la “Coalición Internacional de Sitios de Conciencia”, asociación a la que en España solo pertenece un insignificante museo de exilados republicanos situado en la Junquera, frontera con Francia.
Quienes en Colombia se rasgan las vestiduras ante el lenguaje incorrecto o los llamados de atención de cualquier ONG evitan precisar que nuestro conflicto fue tan intenso, diverso y extendido que varios grupos armados -esmeralderos, contrabandistas, pandilleros, narcotraficantes y paramilitares- también lograron control territorial, apoyo popular y desafío al Estado de forma tan contundente que hubo, y sigue habiendo, no uno sino varios conflictos armados regionales que fueron opacados y maquillados por la pazología para pasarse por la faja el principio de igualdad ante la ley con unas negociaciones parcializadas y selectivas.
Un gran yerro de la paz santista fue adoptar sin matices la tradición de reconocerle el arbitrario estatus político solo a las guerrillas de inspiración marxista, aunque otras mafias también tuvieran agenda y aspiraciones proselitistas, desafiaran al Estado, consolidaran un sólido poder en ciertas regiones y, a pesar de la retórica izquierdista, lograran mayor raigambre y apoyo popular que la subversión. Con la excepción del M-19, las guerrillas colombianas cultivaron con esmero desconfianza, temor, rechazo y odio de la gente a cambio de promesas vaporosas y autoritarias sin respaldo electoral. Del amplio abanico de criminales que asolaron el país, las guerrillas son las que menos contraprestaciones económicas, sociales o políticas ofrecieron y por eso han contado con menor apoyo de la población.
Es bastante irónico que quienes acusan de negacionista a cualquiera que se oponga al uso del término conflicto no tengan reparo en silenciar ciertas peculiaridades protuberantes del que sufrió el país. Por ejemplo, la estrecha relación de distintas mafias, en particular el narcotráfico, con la violencia explosiva y con dos fenómenos en los que Colombia también sobresale internacionalmente: corrupción y sexo pago. Somos “los más corruptos del planeta” por ser “los mayores productores de cocaína”, así de simple. La misma lógica aplica para el liderazgo mundial en prostitución.
Además, ambos fenómenos están interconectados. Los grandes mafiosos atendían políticos, jueces, empresarios, militares o policías contratando servicios sexuales para ellos. Alberto Giraldo, embajador del cartel de Cali en Bogotá, prácticamente despachaba desde un prostíbulo apoyado por Madame Rochy, encargada de conseguirle prepagos adaptadas al gusto de cada aliado o calanchín. Esta corrupción elemental, que no deja huellas ni vestigios, ya era usual entre los capos esmeralderos antes del auge del narcotráfico.
Además, desde entonces fue común que los patrones contrataran prostitutas para los campamentos que concentraban trabajadores y escoltas sin presencia femenina. A esta práctica castrense también recurrieron las Farc para atender su tropa, dando el paso adicional de reclutar mujeres combatientes en burdeles de zonas cocaleras.
El Acuerdo de Paz y la historia oficial ignoraron todas las arandelas de la guerra contrarias a la figura idealizada del rebelde que se sacrifica por el pueblo campesino. El sanguinario personaje del bajo mundo que con cinismo, codicia y crueldad defiende sus intereses y satisface sus instintos también fue meticulosamente silenciado por la misma academia y élite intelectual que hace aspavientos cuando alguien se atreve a decir que la guerrilla colombiana ha sido más grupo terrorista que ejército popular en una guerra civil. Obsesionados por la paja en el ojo derecho ajeno niegan con soberbia la viga en el propio.
EE( 2020). “Intelectuales preocupados por el rumbo del Centro Nacional de Memoria Histórica”. El Espectador, Feb 11
Ochoa, Paola (2020). “Los más corruptos”. El Tiempo, Ene 19
Parada Lugo, Valentina (2020). “El concejal que quiere eliminar el término conflicto armado”. El Espectador, Febrero 7 de 2020
Rubio, Mauricio (2013). "Las 'auyamas' y el 'apecho' de los esmeralderos". El Malpensante, Septiembre, Nº 145. Blog personal
_____________(2019). "Prepagos forzadas: otro mito por la paz". El Espectador, Nov 7
El último tozudo fue Alfredo Ramos Maya, concejal por el Centro Democrático, quien busca eliminar el concepto del Museo Casa de la Memoria en Medellín. Siempre que se machaca esa precisión semántica, reviran voces igualmente despistadas: proclaman que la realidad la definen ciertas palabras. El formalismo es tal que la condición de víctima parece función no de los ataques sufridos sino de un registro burocratizado con términos específicos.
La relevancia o validez de cualquier vocablo depende del arraigo en el lenguaje, a su vez determinado por la “correlación de fuerzas”, preocupación marxista. En España nadie ajeno a ETA se atrevería a plantear que la lucha contra ese grupo fue un conflicto político y no una defensa de la democracia atacada por una violencia injustificable. El País Vasco casi encaja mejor que Colombia en las condiciones que, como Ramos recuerda, establecen el derecho internacional humanitario y el Comité Internacional de la Cruz Roja para hablar de conflicto armado: control territorial, representación popular e insurrección contra un régimen. Sin embargo, a ningún burócrata internacional se le ocurriría recomendar el uso del término para lo acontecido en Euskadi. Las víctimas, el gobierno, el legislativo, la justicia, la academia o los medios jamás adoptarían tal denominación para el enfrentamiento contra “la banda terrorista” etarra. A nadie le importa hacer parte de la “Coalición Internacional de Sitios de Conciencia”, asociación a la que en España solo pertenece un insignificante museo de exilados republicanos situado en la Junquera, frontera con Francia.
Quienes en Colombia se rasgan las vestiduras ante el lenguaje incorrecto o los llamados de atención de cualquier ONG evitan precisar que nuestro conflicto fue tan intenso, diverso y extendido que varios grupos armados -esmeralderos, contrabandistas, pandilleros, narcotraficantes y paramilitares- también lograron control territorial, apoyo popular y desafío al Estado de forma tan contundente que hubo, y sigue habiendo, no uno sino varios conflictos armados regionales que fueron opacados y maquillados por la pazología para pasarse por la faja el principio de igualdad ante la ley con unas negociaciones parcializadas y selectivas.
Un gran yerro de la paz santista fue adoptar sin matices la tradición de reconocerle el arbitrario estatus político solo a las guerrillas de inspiración marxista, aunque otras mafias también tuvieran agenda y aspiraciones proselitistas, desafiaran al Estado, consolidaran un sólido poder en ciertas regiones y, a pesar de la retórica izquierdista, lograran mayor raigambre y apoyo popular que la subversión. Con la excepción del M-19, las guerrillas colombianas cultivaron con esmero desconfianza, temor, rechazo y odio de la gente a cambio de promesas vaporosas y autoritarias sin respaldo electoral. Del amplio abanico de criminales que asolaron el país, las guerrillas son las que menos contraprestaciones económicas, sociales o políticas ofrecieron y por eso han contado con menor apoyo de la población.
Es bastante irónico que quienes acusan de negacionista a cualquiera que se oponga al uso del término conflicto no tengan reparo en silenciar ciertas peculiaridades protuberantes del que sufrió el país. Por ejemplo, la estrecha relación de distintas mafias, en particular el narcotráfico, con la violencia explosiva y con dos fenómenos en los que Colombia también sobresale internacionalmente: corrupción y sexo pago. Somos “los más corruptos del planeta” por ser “los mayores productores de cocaína”, así de simple. La misma lógica aplica para el liderazgo mundial en prostitución.
Además, ambos fenómenos están interconectados. Los grandes mafiosos atendían políticos, jueces, empresarios, militares o policías contratando servicios sexuales para ellos. Alberto Giraldo, embajador del cartel de Cali en Bogotá, prácticamente despachaba desde un prostíbulo apoyado por Madame Rochy, encargada de conseguirle prepagos adaptadas al gusto de cada aliado o calanchín. Esta corrupción elemental, que no deja huellas ni vestigios, ya era usual entre los capos esmeralderos antes del auge del narcotráfico.
Además, desde entonces fue común que los patrones contrataran prostitutas para los campamentos que concentraban trabajadores y escoltas sin presencia femenina. A esta práctica castrense también recurrieron las Farc para atender su tropa, dando el paso adicional de reclutar mujeres combatientes en burdeles de zonas cocaleras.
El Acuerdo de Paz y la historia oficial ignoraron todas las arandelas de la guerra contrarias a la figura idealizada del rebelde que se sacrifica por el pueblo campesino. El sanguinario personaje del bajo mundo que con cinismo, codicia y crueldad defiende sus intereses y satisface sus instintos también fue meticulosamente silenciado por la misma academia y élite intelectual que hace aspavientos cuando alguien se atreve a decir que la guerrilla colombiana ha sido más grupo terrorista que ejército popular en una guerra civil. Obsesionados por la paja en el ojo derecho ajeno niegan con soberbia la viga en el propio.
REFERENCIAS
EE( 2020). “Intelectuales preocupados por el rumbo del Centro Nacional de Memoria Histórica”. El Espectador, Feb 11
Ochoa, Paola (2020). “Los más corruptos”. El Tiempo, Ene 19
Parada Lugo, Valentina (2020). “El concejal que quiere eliminar el término conflicto armado”. El Espectador, Febrero 7 de 2020
Rubio, Mauricio (2013). "Las 'auyamas' y el 'apecho' de los esmeralderos". El Malpensante, Septiembre, Nº 145. Blog personal
_____________(2019). "Prepagos forzadas: otro mito por la paz". El Espectador, Nov 7