Publicado en El Espectador, Febrero 18 de 2020
Columna después de los memes
Aún haciendo caso omiso del voluntarismo engañoso que caracterizó las negociaciones de Santos con las FARC, sorprende la falta de rigor y la ingenuidad de una tecnocracia con fe ciega en las fábulas del Nobel.
Un ejemplo es el trabajo “Beneficios económicos del Acuerdo de Paz” que acaba de publicar Coyuntura Económica de Fedesarrollo. Al resumir la literatura especializada que surgió en Colombia desde los noventa, cuando se hizo un exhaustivo inventario de todos los estragos del conflcito, los autores recuerdan la “destrucción de capital humano”, vía masacres, desplazamiento forzado y secuestro, la reducción del stock de capital físico con ataques a “oleoductos, puentes y estaciones de policía” e incluso intangibles como la confianza inversionista que afectaron las calificaciones de riesgo país y el volumen de recursos que dejaban de ingresar al país a causa de la violencia.
La metodología utilizada es de alta sofisticación econométrica, con completísimas bases de datos en las que el PIB departamental se explica en función de múltiples variables que incluyen los ataques de los distintos grupos guerrilleros. Pero la simulación de la paz se hace suponiendo que el Acuerdo de La Habana “generará una reducción permanente en el conflicto armado en una magnitud equivalente a las acciones bélicas ejercidas por las FARC”. Ignoran lo que ya ocurrió: que varias disidencias o diferentes grupos insurgentes y mafiosos, coparon muchos espacios de la guerrilla más vieja del mundo. “Es más objetivo y razonable suponer una desaparición permamente y completa de las acciones violentas realizadas por las FARC”, anotan con candidez.
Más adelante, para convertir esta volatilización de acciones bélicas en crecimiento económico utilizan los mismos coeficientes estimados cuando el conflicto causaba destrozos y desolación. En otros términos, suponen que al desaparecer el terror habrá un impacto equivalente pero del signo contrario. El modelo implícito es tan simple como inverosímil: con la firma del Acuerdo, los factores productivos que emigraron o desaparecieron por ataques de las FARC volvieron mágicamente a operar en su lugar de expulsión.
El trabajo típico para cuantificar el impacto de la violencia sobre distintas variables -inversión, empleo, productividad de factores, desplazamiento, abuso, violaciones- incluía la tasa de homicidios y otros indicadores exógenos o explicativos. La evolución de esas mediciones de la violencia era, y sigue siendo, un misterio que sólo el santismo iluminado creyó aclarar con la doctrina del problema agrario.
No se requiere sino sentido común para plantear que el ejercicio simétrico sobre los beneficios de la paz exige pasar de nuevo por esas variables intermedias medibles, constatar primero si se redujeron o no con la firma del Acuerdo para luego verificar si las caídas tuvieron un efecto positivo sobre el crecimiento, por aumento en la inversión, retorno de desplazados etc... Los autores del trabajo ignoraron esa simple pauta metodológica para suponer que con la Paz el país había retornado a su equilibrio anterior al conflicto y que ahora se podría retomar a Keynes para calcular los efectos multiplicadores de la inversión pública prevista en el Acuerdo sobre el crecimiento del PIB. “Buena parte de las inversiones que demandará el postconflicto corresponde a gasto público que debe hacer el Estado para honrar los compromisos que fueron acordados con las FARC en el marco del Acuerdo de Paz. (Si) esas inversiones consisten en la provisión de bienes públicos, subsidios y los recursos de administración requeridos para canalizarlos, es razonable suponer que estas tendrán un impacto positivo sobre la dinámica económica”.
El minucioso ejercicio fiscal consistió en “traducir la totalidad del texto definitivo del Acuerdo de Paz en una completa lista de los productos que se requieren para cumplir con cada uno de los puntos acordados”. Posteriormente establecieron el precio de cada producto y la cantidad para cumplir lo prometido a las FARC. Con tales insumos calcularon el gasto requerido y por lo tanto las Inversiones Para la PAZ (IPP) totales. Aunque tuvieron la prudencia de verificar si ese gasto era consistente con la Regla Fiscal -que “el costo total de las inversiones es asumido por el Estado, la cooperación internacional y por nueva inversión privada”- sin incrementar el gasto público, la investigación convirtió apresuradamente deseos en previsiones.
La versión final del trabajo es de Julio de 2020, en pleno confinamiento, pero sus autores no complicaron el análisis con la crisis. Dan por descontado que familias y empresas arruinadas por la pandemia tributarán como siempre. Descartan brotes de protesta social y suponen que quienes financiaron informales quebrados no buscarán réditos electorales ni afectarán decisiones de inversión pública. Como soñaba Santos, firmada la paz, para el crecimiento económico lo demás no importa.
La pazología quedará indignada con el trabajo, un espaldarazo implicito a Duque. Hubiesen preferido una estimación econométrica del saboteo derechista al Acuerdo. Aún no captan que tecnócratas de extremo centro nunca enfrentan al gobierno de turno.