El título de la columna tiene doble sentido. Sobre el primero hay teoría y buena evidencia, sobre el segundo conjeturas y rumores.
Los gays tienen muchísimo más sexo que la mayoría de los heterosexuales. Una explicación es que están libres de cortapisas, rituales mínimos y descansos. Esa hipótesis también se aplica a los hombres poderosos, o extraordinariamente atractivos, que no tienen restricciones. Si casi a cualquiera le pueden parecer exorbitantes las mil o más parejas sexuales en la vida de muchos gays, en las grandes ligas ese desempeño no impresiona. Los estimativos para Warren Beatty son de varios miles de compañeras de cama, aún con el súbito frenazo que dio a los 55 años para dedicarse a una sola mujer. El conteo para Mick Jagger es del mismo orden y el número de mujeres de Pablo Escobar debe andar por esos lados: hasta en la cárcel de Envigado el desfile de féminas era permanente y la rotación cotidiana.
El segundo sentido del título tiene que ver con que la permanente búsqueda de variedad, el hábito de cambiar de pareja, hace que en algún momento algunos crucen el Rubicón para probar nuevas sensaciones. A las bacanales de la Catedral ocasionalmente subían travestis. Leonidas, antiguo propietario de un burdel trans en Medellín, señala que el auge de su negocio coincidió con la época de oro del Cartel, y que varios sicarios fueron “mansos clientes” suyos. Cuando a uno de los lugartenientes de Escobar le preguntaron si no era terrible dar ese paso respondió, evocando una conocida intervención parlamentaria, “no denigréis de placeres que no conocéis”. Imposible estimar cuantos, pero se sabe de hombres poderosos muy mujeriegos que en algún momento se vuelven más abiertos a la experimentación. El término en la jerga de los lugares de encuentro gay bogotanos es “heterocurioso” y el protocolo exige no volverse un asiduo del sitio. En el prostíbulo donde el embajador del cartel de Cali en Bogotá atendía “invitados especiales” había un espacio con “mujeres sin igual, tan sin igual que eran hombres transformistas”.
Según Chris Andersen, biógrafo de Mick Jagger, a sus cuatro mil mujeres se le podría sumar “algún rockero”. Uno de sus amantes habría sido David Bowie quien en una entrevista con Playboy en 1976 aclaró “es verdad, soy bisexual. Pero no puedo negar que he usado eso bastante bien. Supongo que es lo mejor que me pasó nunca”. Por esa época no tuvo inconveniente en dejarse retratar dándole un beso a su musa y amante Romy Haag, conocida transexual también amiga de Jagger, Lou Reed y el vocalista de Queen. Christensen opina que "Mick Jagger y David Bowie estaban fascinados el uno por el otro, como artistas y como hombres”. Otro rockero, Peter Townshend, escribió en sus memorias que él también era “probablemente bisexual”. Específicamente citó la atracción que sentía por Jagger, “el único hombre con quien de verdad quise tirar”. En su autobiografía, Romy Haag relata una aventura siendo joven con Aristóteles Onassis y otra con el Sha de Persia de quien dice que “era un poco machista, quería experimentar todo”.
La bisexualidad experimental, evidente en estos testimonios, no exige que el aventurero sea tan francote como un rockero. Así como difieren en audacia para vestirse, la mayoría de mujeriegos poderosos deben ser más discretos con el cambio de carril, o la doble vía. Algunos eliminan cualquier vestigio que los delate, para volverse en exceso precavidos. Una amiga trans de Gabriela Wiener, periodista peruana, le hace una infidencia bien interesante sobre sus clientes: “su fantasía es decirme que es su primera vez”. No todo el mundo tiene la osadía de una estrella del rock para ventilar los detalles de una intimidad que niega pero en la que reincide.
Sin contar seminarios, cuarteles ni prisiones, una fracción desconocida de la homosexualidad no encaja en el escenario de la víctima matoneada por el odio y el fanatismo religioso, y algo paralelo debe pasar con la homofobia. Una extraña afirmación de Felipe Zuleta -“con los años he venido a descubrir que entre más homofóbicos, más gais”- sugiere que ese sentimiento de rechazo tan mal diagnosticado puede ser, entre muchas otras posibilidades, pura hipocresía, un candado mental del armario o simple angustia ante la incertidumbre.