lunes, 6 de septiembre de 2021

Infidelidades descaradas

 Publicado en El Espectador, Septiembre 10 de 2021


La infidelidad se vuelve rutinaria. Al ser descubiertos, hay quienes no pierden la calma.


A Pablo lo pillaron por casualidad. Tras varios años con exceso de trabajo y reuniones hasta la madrugada, Claudia, su esposa de dos décadas, vio el Volkswagen por la calle a horas extrañas, lo siguió y constató que no iba al consultorio sino que entraba a un garaje desconocido.



Semanas después, ante un largo retraso injustificado de Pablo sin contestar llamadas, siguió su intuición y se fue a buscarlo a aquel extraño edificio. Cuando el portero dijo “qué se le ofrece”, ella sacó de la cartera una foto y, furiosa, dio una instrucción terminante:  “dígale a este señor que salga, que la esposa está aquí abajo”. El vigilante llamó por el citófono. Al rato Claudia alcanzó a oir un Volkswagen saliendo por el garaje.  No tuvo ánimo de volver inmediatamente a la casa ni de rumiar la rabia donde alguna amiga. Se tomó un café, deambuló como zombie, y cuando volvió encontró a Pablo fresco, echado frente al televisor. Como si nada, él le soltó un ¿por qué te demoraste tanto?


El desconcierto duró muchos días. Pablo negó los cargos y pasó a la ofensiva. Hijos, familia y amigos se enteraron del extrañísimo comportamiento de Claudia. “Está paranoica. Se le metió en la cabeza que tengo otra vieja y no sé qué hacer”. Fue tan eficaz que ni siquiera se alcanzaron a conformar los dos equipos tradicionales en estos casos, el no-se-deje versus el no-es-tan-grave. Nadie opinaba. Para los hijos la situación era particularmente dura: no sabían a quién creerle. Claudia no aguantó. Alquiló un pequeño estudio y se fue. La parte más aburrida de la nueva rutina fue seguir viendo a Pablo a diario en el consultorio de endodoncia que comparten desde que se casaron.


Salvo la extraña sensación de vivir como en Marte, es poco lo que ella recuerda de esos cuatro meses exilada. Los hijos se alcanzaron a dividir. El menor estaba furioso con ella por haberse ido. Nunca fue a visitarla. A los tres meses de separación, como la del tocayo Pablo Morillo, empezó la reconquista. En privado, y sólo para que ella volviera, le admitió que era cierto lo del affaire. Se trataba de una paciente y el apartamento lo había alquilado con otro colega. Se turnaban una garçonière de tiempo compartido.


No del todo convencida y, como decían las tías, “haciendo de tripas corazón”, Claudia volvió a su casa echándole tierra al asunto para seguir adelante. Tranquilidad no volvió a tener. El débil montaje duró unos meses. Las nuevas señales de alarma las prendió el hijo menor, el que no había aceptado el abandono materno. “Mi papá hace muchas llamadas por celular, y en sitios raros, como el baño”. El desespero volvió a cundir en Claudia, y un corto seguimiento no dejó dudas. Aunque el celular de Pablo funcionaba a tope, él volvió a negar cualquier desliz. Displicente, se limitó a un “no empieces de nuevo con tus cuentos raros”.


De su anterior y corta separación, Claudia había guardado un valioso teléfono. La recomendación de una detective “especialista en pruebas de adulterio” vino de una amiga. No dudó en llamarla. Le cobró varios millones de pesos, la mitad por adelantado y el saldo a la entrega de la prueba reina. A la semana y media la eficaz espía apareció. “Le tengo unas fotos nítidas, pero sólo son besos en el carro. ¿Le basta con eso, o quiere que siga?”. Continúe, respondió acertadamente Claudia. Con tan débil acervo probatorio, Pablo le hubiera dado tres vueltas. Pocos días después, otra llamada, esta vez urgente. “Acaban de entrar a un motel ¿Por qué no viene? Yo la espero”. A pesar del tráfico, el desplazamiento duró menos que la sobrecama del polvo mañanero a escondidas. Claudia localizó el carro en el parqueadero aledaño. Recostada en la puerta le marcó al celular. “¿Dónde andas? … Yo estoy cerca del consultorio. ¿Por qué no almorzamos?… Bueno, te espero allá, reserva tú la mesa … Sí, en media hora está bien”.



Por el un buen trecho que tenía que recorrer hasta el restaurante, Pablo no tardó en salir. Su cancha y cinismo fueron insuficientes para no palidecer al ver a Claudia escoltada por un extraño personaje armado con una cámara en ese entorno de motel tan alejado del sitio donde se habían puesto cita para almorzar. Pablo nunca vio la foto entrando a su romántica reincidencia con esa mujer “con el pelo largo, casi hasta la cintura, igualito al de la anterior”. Esta vez no quiso dar una lucha que tenía perdida y fue él quien empacó para irse con su música a otra parte.