Columna después de los memes
Al Führer lo entronizaron mujeres. "En política hay que buscar apoyo femenino, los hombres te siguen solos", decía.
Hitler perdió a su madre siendo muy joven. Educado como católico, soltero empedernido, por muchos años consideró que la sexualidad era pecaminosa fuera del matrimonio. Tras la primera guerra mitigó su temor a las mujeres: las llevaba a su apartamento y les regalaba flores. El elemento común entre quienes cortejó cuando él ya rondaba los treinta fue la juventud.
Soldado raso con ambiciones, sabía que para seducir a las masas le faltaba experiencia. Utilizó el flirteo para aprender. Un compañero anota que “para él, hablar era una manera de satisfacer un deseo violento y agotador. Los últimos minutos de un discurso parecían un orgasmo de palabras”. Su oratoria surtió efecto, sobre todo entre audiencias femeninas. En 1923 el Munchener Post escribió sobre las “encaprichadas” con Hitler, quien provocaba verdadera pasión entre partisanas embriagadas con sus discursos.
Para ascender políticamente, su estrategia fue cortejar señoras mayores, de buena familia y fortuna. La primera en sucumbir fue Winifried Williams, esposa del hijo de Wagner, quien cayó rendida ante sus peroratas. Otras damas de la decadente aristocracia prusiana y la burguesía decepcionada de Weimar lo apoyaron. En 1920, tras un discurso, le llamó la atención Carola Hofmann, a quien se dirigió para alabarle sus ojos azules. Ella se sintió halagada, no era usual recibir piropos a los ochenta años. Empezó una nueva vida; encontraba otra vez alguien de quien ocuparse. “Se encargó de Hitler como una madre, lavó sus camisas, planchó sus pantalones, le hizo pasteles”. Lo visitó regularmente cuando estuvo preso y puso a su disposición una casa de campo para reuniones clandestinas.
Por la misma época, Hitler conoció a quien cambiaría su vida: Helen, la rica esposa del heredero de la casa de pianos Bechstein. Dietrich Eckart, escritor, poeta y cronista, fanático de las teorías raciales y redactor del periódico nazi, le preguntó si quería conocer al “futuro liberador” de Alemania. La dama se interesó por el extraño personaje, “prestado y varado”, con un pequeño y ridículo bigote. Hitler se deslumbró con los lujos que jamás había visto en su vida. La refinada mujer quedó seducida por “ese hombre rústico, cuyo discurso incendiario le ponía un poco de pimienta a su aburrida existencia de esposa de industrial”. Impresionada por las ideas y la convicción del fogoso orador, decidió guiarlo por los vericuetos del poder. Comenzó por renovarle el guardarropa y mostrarle cómo vestirse para cada circunstancia. Trató de enseñarle buenos modales pero Hitler no fue un alumno aventajado: siempre pareció artificial, muy afectado. Esa torpeza acabó favoreciéndolo. El peculiar líder que le echaba un terrón de azúcar al vino acabó siendo visto por la alta sociedad alemana como audaz y original, alguien a quien definitivamente había que conocer. Los esposos Bechstein lo convirtieron en la vedete de sus reuniones.
Aunque “hubiera querido que fuese mi hijo”, la señora Bechstein trató de que fuera yerno, reservándole a su hija Charlotte, de 17 años. La joven se opuso a semejante despropósito. Para Helen, generosa financiadora, fue más fácil convencer a los grandes industriales. Ayudó a Hitler cuando estaba recogiendo fondos para su golpe contra el gobierno. Como no podía darle dinero, le regaló obras de arte y numerosas joyas.
Otra dama clave fue Elsa Bruckmann, princesa romana, esposa de un acaudalado editor de libros lujosos de arte. Poseían un palacete en donde reunían a la élite empresarial y política. En varias ocasiones pagaron el alquiler de Hitler y después de salir de la cárcel en 1924 le prestaron las instalaciones de la casa editora para sus discursos, cuando aún tenía prohibido echarlos en público. El vehemente predicador ya no tenía que limitarse a las tabernas de mala muerte con bebedores de cerveza: su auditorio se había extendido a gente importante tomando champaña en lugares prestigiosos.
Fuera de las adolescentes que cautivó con su retórica y de las señoras que lo financiaron, Hitler tuvo varios trágicos amoríos que terminaron en suicidio.
Las matronas alemanas fueron no sólo ingenuas sino irresponsables al apoyar a un político con mentalidad militar que reclutaba menores para adoctrinar, resentido, voluntarista, mentiroso, manipulador y, sobre todo, con evidente vocación totalitaria. Con cualquier ideología, los procedimientos proselitistas son una señal de lo que harían en el poder políticos con escaso respaldo electoral. La aversión visceral a la tiranía no está arraigada en Colombia, donde sobran admiradores de dictadores potenciales tanto de derecha como de izquierda, y hasta de centro. Por la paz, ya ni siquiera preocupan quienes cautivaban, engañaban o forzaban niñas, las alejaban de sus familias y después las hacían abortar.
Llorca, Carmen (1978). Las mujeres de los dictadores. Hyspamérica Ediciones