Reproducción de la columna después de las gráficas
Harris, Judith Rich (1995). “Where Is the Child's Environment? A Group Socialization Theory of Development”. Psychological Review, July 1995
Entre las minorías LGBT la trans es, de lejos, la más marginada y estigmatizada. Sufre la peor discriminación, mayor violencia y una mortalidad varias veces superior a la del resto.
Sus relaciones con el feminismo tocaron fondo durante los setenta. Transexual era sinónimo de “penetración involuntaria” del espacio femenino que perpetuaba el sistema patriarcal. En 1973 la cantante trans Beth Elliot fue vetada en una convención feminista por no ser mujer; una ex compañera de universidad le reprochaba haberla violado. Robin Morgan, que se asociaría luego con Gloria Steinem, se indignaba con la “obscenidad del travestismo masculino”. No aceptaba “hombres que enfatizan los roles de género y parodian el sufrimiento y la opresión femeninas”. Sobrevivir 32 años sufriendo “la sociedad androcéntrica” la habían convertido en mujer y se negaba a llamar ‘ella’ a alguien nacido hombre. Recientemente, una reflexión similar de una feminista culta, lúcida, independiente y respetuosa de las minorías me confirmó que la retórica LGBT se impuso unilateralmente sin suficiente debate.
Mary Daly, filósofa feminista, calificó la transexualidad de “invasión necrofílica” del espacio vital de las mujeres. Una de sus estudiantes, Janice Raymond, lesbiana radical, justificó la transfobia en The Transexual Empire. “Todos los transexuales violan el cuerpo de las mujeres reduciendo las formas femeninas a un artefacto y apropiándose de ese cuerpo”. Para ella, son agentes de la opresión comparables a eunucos vigilando harems; poderes extranjeros para someter al feminismo occidental. Y la medicina preocupada por la transexualidad es equiparable a la ciencia nazi buscando pureza racial.
El rechazo continuó en los ochenta. “No se puede cambiar de género. Cuando un hombre con estrógenos y senos ama a las mujeres, eso no es lesbianismo, es perversión mutilada. Es un hombre mutante, un loco auto ensamblado, una deformidad, un insulto. Merece una cachetada. Y que le reconstruyan su cuerpo y su mente”.
Ante la epidemia de Sida, y la necesaria compasión con los más afectados, se silenció la transfobia. La facción feminista que acabó imponiéndose defendió con voz “alta y fuerte” a Beth Elliot, antes repudiada, para aceptarla orgullosamente como hermana. Los transexuales se convirtieron en víctimas del patriarcado a quienes “solamente el feminismo podía ofrecerles un albergue seguro contra la opresión”. De la nueva visión surgió la alianza LGBT con intereses y vínculos artificiales.
En los EEUU, el ataque feminista tuvo secuelas. Programas médicos para cambio de sexo migraron de universidades prestigiosas a clínicas privadas; se redujeron los fondos para servicios sociales de apoyo. Triunfó la coalición entre políticos conservadores y académicas que buscaban criminalizar la pornografía, como Catharine MacKinnon y Andrea Dworking, quien recomendaba el panfleto de Raymond como “lectura crucial”. El grupo TERF (TransExclusionary Radical Feminists) subsiste, criticado por las “verdaderas” feministas radicales. Otras se autodenominan diques que trancan al monstruo.
Estas pugnas intestinas muestran la fragilidad y volatilidad de coaliciones basadas en discursos idealistas y doctrinas conspirativas con enemigos inasibles. Hábiles camaleones defienden hipócritamente lo que les causó repulsa. Trump podría revivir la transfobia de la militancia oportunista y maleable ante los vaivenes del poder, como la de obsesas con la interrupción voluntaria del embarazo que ahora callan los abortos forzados de las FARC. Fue por conveniencia política que el pináculo intelectual feminista y gay se apropió de la teoría de género, relevante sólo para trans, pero útil para la imagen de víctimas. La extendieron arbitrariamente y, con apoyo de una burocracia empecinada en ser de vanguardia, montaron un tinglado alucinante que está alterando en varios países la política electoral. Una cruzada suicida contra católicos y cristianos pretende imponer una educación sexual tan contraria a la biología como el creacionismo, inocua contra la discriminación, provocadora y contraproducente.
Los hermanos bogotanos Alejandro y Sebastián Lanz, abogados, menores de 30 y no heterosexuales, trabajan con personas trans, las verdaderamente excluídas, incluso por la élite homosexual, y únicas concernidas por la diferencia entre sexo y género. Pragmáticos, no voluntaristas, los Lanz están revolcando el activismo: descartan que exista una “comunidad LGBTI”. Feministas combativos, apoyaron a Carolina Sanín en una contienda contra un peso pesado, y la ganaron por K.O. Prácticos, incansables, poco trascendentales, hasta tienen sentido del humor: en 2015 organizaron un plantón en pijama frente a la Procuraduría para invitar a Ordoñez a un "arrunchis". Ojalá desde el terreno más gente realista, imaginativa, comprometida y audaz siga cambiando, aterrizando, mermándole ideología inútil y tóxica a una militancia que, como la política corrupta, necesita una profunda trans formación.
REFERENCIAS
Baird, Vanessa (2004). Sex, Love & Homophobia. Amnesty International
Daran (2012). "Are Transgender People Over a Thousand Times More Likely to be Murdered than Cisgender?". Feminist Critics, November
EE (2017). "Colombiana denuncia que fue expulsada de una beca en México por ser trans". El Espectador, Feb 10
Feinberg, Leslie (1996). Transgender Warriors. Boston: Beacon Press
Fone, Byrne (2000). Homophobia. A History. New York: Metropolitan Books
Jiménez, Timoleón (2017) “Las guerrilleras y la guerra, dramas y alegrías”: EL Espectador, Feb 8
Mojica, Jose Alberto (2011). “Évelin tiene miedo de que la maten”. Revista Don Juan. Feb 16
Palapot, Clarisa (2000). “Travestida para transgredir” Entrevista a Lohana Berkins, dirigenta del movimiento travesti. Socialismo o Barbarie. Nº3
Prada, Nancy, Susan Herrera, Tataiana Lozano y Ana Mª Ortiz (2012). ¡A mí me sacaron volada de allá! Relatos de vida de mujeres trans desplazadas forzosamente hacia Bogotá. Universidad Nacional – Alcaldía Mayor de Bogotá
Raymond, Janice (1979). The Transexual Empire: The Making of the She-Male. Beacon Press Books
Stryker, Susan (2008). Transgender History. Seal Press
Sentiido (2016). "Los hermanos Lanz: dos caras nuevas del activismo LGBTI". Sentiido, Dic 12
TERF (2015) "Radical feminism IS NOT TERF". http://theterfs.com/
Thomas, Florence (2017) "Laura una chica con suerte". El Tiempo, Feb 7
Vargas-Cooper, Natasha (2017) “Womanhood Redefined. A feminist’s take on the transgender controversy”. The American Conservative, January 13
No sólo la derecha es clasista, hay una izquierda que lo es de forma más selectiva, y taimada.
Javier Marías criticó en una columna la decisión del gobierno catalán de excluír uniformados de la celebración de las navidades, para que los niños no los vieran. La alcaldesa Ada Colau quiere una ciudad desmilitarizada, un verdadero “espacio seguro” para que los menores no perciban nada relacionado con la Fuerza Pública. Para Marías, se trata de un “comportamiento teñido de señoritismo”, un vicio contagioso entre progresistas cuando llegan al poder y se comportan con los cuerpos de seguridad “como los más rancios señoritos trataban antaño al servicio, es decir, a los criados, más antiguamente a los siervos”. El mensaje antes era claro, transparentemente clasista. “Ustedes están a nuestro servicio. Sí, son los que hacen que la casa funcione y esté limpia y en orden, los que lavan la ropa y cocinan, quienes cuidan de nuestros niños cuando estamos ocupados. Pero en las celebraciones y en las fiestas ustedes deben desaparecer. Las posibilitan con su trabajo, pero no les toca disfrutar de ellas. Es más, su presencia las afearía y desluciría. Que asistieran nos produciría vergüenza, estaría mal visto por nuestros invitados”.
Ahora la molestia es más sutil, y a nombre del pueblo. Pero la esencia es la misma. Quienes más se benefician de los servicios de seguridad, con protección armada y escoltas, quienes solicitan su presencia en cuanto surge alguna emergencia, una amenaza o cualquier desorden callejero consideran que esos mismos servidores públicos no son dignos de confraternizar con la infancia que deben cuidar y proteger con particular delicadeza. No es la primera vez que la alcaldesa de Barcelona desaira a oficiales. En la inauguración del Salón de la Enseñanza, a principios de 2016, les comunicó a los militares que se acercaron a saludarla que su presencia no era bien vista en el evento. Lo paradójico es que, con el desplante, el estand del ejército en el evento estuvo “a rebosar entre curiosos y personas” que se acercaron a expresar su apoyo. La incomodidad que le producen los uniformados a la Colau sólo la alivia el nacionalismo: tiene en su nómina a Amadeu Recasens, Comisionado de Seguridad, quien defendió hace unos años la creación de una milicia cuyo embrión debían ser los Mossos d’Esquadra, equivalente autonómico de la Guardia Civil.
El taimado clasismo de la burgomaestre barcelonesa es parecido al de la pazología colombiana, que ha ignorado olímpicamente el aporte definitivo de las Fuerzas Armadas para que la guerrilla se sentara a la mesa de negociaciones. Parecería que nada ocurrió desde el fracaso del Caguán, y que las FARC simplemente esperaron una contraparte progre y más familiar. El desprestigio reciente de la acción armada es total: quienes hicieron la tarea sucia que se escondan, nadie quiere guerreros, por favor. Es la misma reacción de la elegante señorita descrita por Marías que una vez servida se avergüenza de sus criados y los desprecia.
El clasismo intelectual con el ejército colombiano va más allá. Ha sido común una escena asimilable a la habitual en elegantes residencias: acusaciones apresuradas y temerarias a la servidumbre cuando se pierde algo de valor. No sólo toca esconder a las criadas, también hay que hacerles entender que su desafortunada situación no es disculpa para delinquir. Basado simplemente en su capacidad para imaginar conspiraciones, Alfredo Molano no tuvo reparo en responsabilizar a los uniformados del ataque al Palacio de Justicia, prácticamente exonerando a los atacantes. “La toma estaba anunciada y se le despejó el camino retirando la Policía del palacio un día antes… fue la fuerza pública la que emboscó a la guerrilla, la dejó entrar a la ratonera para liquidarla y de paso liquidar como autoridad el gobierno de Belisario”.
No conozco historias domésticas de patrones que, además de acusar de delincuente a quien les sirve, manifiesten su admiración por los ladrones callejeros. Pero sí existe esa variante del clasismo antimilitarista. El mismo Molano, embriagado por la firma del acuerdo de paz, cuenta que sólo otros dos momentos del conflicto produjeron en él “esa alegría plena, esa que llena el pecho y eriza el cuero”: la Constitución del 91 y “cuando los guerrilleros del M-19 salieron en avión para Cuba después de haberse tomado la Embajada de República Dominicana”. Una toma de rehenes exitosa genera júbilo inmortal.
Es difícil saber qué es lo que estos intelectuales aversos a las armas -cuando no son de izquierda- esperarían que haga el gobierno si enfrentaran amenazas de algún guerrero. Convencidos pacifistas, tal vez sólo querrán que la burocracia mande un enérgico memorial.
En Colombia la literatura copó espacios del ensayo, la historia y hasta la criminología. Ese sería el origen del irrespeto por la evidencia de intelectuales y activistas que viven de ficciones.
Mario Jursich recogió perlas de escritores a raíz del asesinato de la niña indígena. “Uno pide públicamente una pistola para ir y matar al hijupueta; otro conceptúa que Rafael Uribe es "la pareja soñada" para el 85% de las mujeres colombianas; el de más allá sostiene, con la mano en la barbilla, que el causante de todo esto es ¡Maluma! y otro más, crítico implacable del paramilitarismo, exhorta a que ahorquemos al homicída en una plaza pública".
Carlos Granés anota que en latinoamérica, “han sido los novelistas quienes han contagiado al mundo con sus fantasías. Los ensayistas no hemos tenido tanta suerte”. Yolanda Reyes recomienda a una escritora para quien: “en una época de miedo y división, la ficción juega el rol vital de dramatizar la diferencia y fomentar la empatía”, pero no precisa que para complementar, no sustituír, el ensayo, o la historia, que deben ser rigurosos y basados en la evidencia, no en una imaginación fecunda. Empezando por García Márquez, nuestros escritores han sido pésimos analistas. Casi siempre parcializados, ejercen sin pudor pero con éxito ese oficio.
Hace dos siglos, con la industrialización y el crecimiento urbano, el robo se volvió el delito más común. En Oliver Twist, Charles Dickens sugiere que la pobreza explica esa tendencia; describe una pandilla de niños, liderada por Fagin, y muestra la valentía y destrezas de esos tiernos carteristas. En realidad, el agresor típico de la época era un adulto trabajando con dos personas más. Dickens tal vez rejuveneció la banda por mero sensacionalismo. Los robos a las casas eran un dolor de cabeza y Bill Sikes, el ladrón profesional asociado con Fagin, encajaba bien. Sin embargo, el grueso de los hurtos ocurrían en los suburbios o áreas rurales y eran cometidos por sirvientes o personas conocidas de los afectados. El afán por conmover, y ganar lectores, importaba más que la descripción precisa de lo que ocurría. Un programa de prevención del delito basado en la obra de Dickens hubiese sido un fracaso.
El novelista mexicano Rafael Ramírez Heredia, autor de La Mara -la pandilla centroamericana- señala que “los sociólogos, los antropólogos y los historiadores tienen una mirada perdida. Se tratan de justificar sus propios razonamientos.… ¿Por qué no puedo contar la historia desde un tinte novelístico, sin tener que enfrentarme al problema de los sociólogos y los historiadores? Ellos son como las gitanas; egocéntricos, quieren contar la historia a su modo. Las gitanas bailan de perfil, para dar un paso, luego, se ven las nalgas y se aplauden”. Ya es estándar ver la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. Sería ingenuo pensar que escritores como Ramírez Heredia o los que moldearon la visión del conflicto colombiano, no tienen mirada perdida, ni nalgas, ni agenda política, ni echan línea con más comodidad que cualquier historiador o ensayista, sin citar fuentes, sin chequeos ni restricciones.
Una novela corta de Dickens, Tiempos Difíciles, tuvo un doble propósito: comercial e ideológico. Las ventas de su semanario, Household Words, venían cayendo y la publicación por capítulos permitió recuperarlas. Otro propósito era ridiculizar a los utilitaristas, “aquellos que ven números, promedios, y nada más”. Uno de los blancos de sus críticas fue J.S. Mill, caracterizado en la novela por el duro personaje de Louisa Gradgrind, persona analítica, con formación lógica, matemática y estadística, pero incapaz de sentir compasión. Es frecuente la contraposición entre el rigor cuantitativo y a capacidad de compasión. Los Gradgrind son fríos, calculadores, pero incapaces de sentir afecto; no comprenden la miseria humana. Nada tan familiar como esa dicotomía en los debates sobre la violencia, o nuestra guerra, que enfrentó a cínicos indiferentes con progresitas que aman, que saben cómo sufre el pueblo. Las estadísticas son tan duras e inhumanas como los militares, policías y médicos legistas que las manejan.
La buena ficción conmueve, despierta empatía. La evidencia condena, es inapelable. Para tomar decisiones de política pública, sería razonable que la literatura ayudara a interpretar humanamente las estadísticas, pero también que los datos se usaran para contrastar qué tan verosímiles y representativas son las ficciones. Cuando argumentos literarios conmovedores reemplazan las descripciones y explicaciones realistas, las recomendaciones pueden resultar ineficaces, hasta desastrosas. Pensando en la criminología de Dickens a veces preocupa que en las negociaciones de paz haya influído demasiado una saga proustiana tipo “Narcos, en busca de la tierrita perdida”.