Columna después de las gráficas
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Voluntarismo y afán por la paz llevaron a confundir reinsertadas obedientes con desertoras contestararias. La frágil mezcla se agrietó.
Años atrás, la información sobre las Farc provenía de ex combatientes que habían tomado la decisión suicida de escaparse. Esos testimonios fueron silenciados. Las negociaciones se acomodaron al interés de los comandantes, convertidos en políticos locuaces en La Habana mientras los mandos medios y la tropa recibían periodistas internacionales en campamentos veraniegos. Atrás, en un limbo, quedaron alambradas con secuestrados, atentados terroristas y, sobre todo, reclutamiento de menores, abusos sexuales y abortos forzados, cuyas víctimas permanecieron sometidas a los comandantes. Faltaba oír de nuevo a las desertoras, únicas desmovilizadas libres del yugo militar, político e ideológico.
Tras las denuncias contra Harvey Weinstein por violaciones y acoso sexual en Hollywood surgió #MeToo (#YoTambien), una campaña en redes sociales para que se manifestaran las mujeres afectadas por ataques similares. La definición de víctima fue laxa y hubo de todo. Al lado de denuncias concretas, algunas quejas las trivializaban. “Me pedían que les presentara amigas, #MeToo… Me saludaban de beso en la mejilla, ¡yak!, #MeToo”. También circularon innumerables #MeToo sin detalles.
Weinstein marcó un hito para las relaciones de género en el mundo y despertó un movimiento de mujeres que pretenden ir más allá del acoso sexual. Feministas norteamericanas de distintas edades buscan “cambiar la estructura de poder que permite la misoginia, el racismo y el fanatismo… el sadismo económico, político, social y sexual”. Según una líder, “antes nos enfocábamos en los maridos; ahora luchamos por nuestro lugar en la esfera pública. Este es un ataque estructural”. Anota que los poderosos indómitos no están cayendo al azar: hay coordinación y dirección para escogerlos y tumbarlos, sin esperar la acción de la justicia.
A tono con la revuelta femenina mundial, Sara Morales, ex fariana, hizo algo excepcional para la tímida variante colombiana: denunció con nombre propio. Aclaró que en 2007 desertó “cansada de los abusos”. Desmintió un cínico comunicado de las Farc: “muy triste escuchar que teníamos la opción de abandonar o abortar”. Denunció privilegios y nepotismo: ”las únicas que podían tener hijos eran las mujeres de los comandantes”; recordó que Pastor Álape tenía “prácticamente la mitad de la familia en la organización”. A su relato le sobran comentarios y le queda corta la tipificación de acoso.
“Te roban de tu familia, te cambian una muñeca por un arma y un parque por un campo de batalla, te ganas unos enemigos y además de eso, te violentan sexualmente… No era todos los días, pero cada vez que nos movían uno era la carne para los comandantes… (les) decían: ‘hay tres o cuatro guerrilleras nuevas ve y las miras’. Uno estaba durmiendo cuando sentía que lo alumbraban con las linternas y empezaban a pelearse y a escoger a la que les gustaban… Para ellos entre más pequeña mejor... Involucraban guerrilleros para que no los ‘echaran al agua’… Las violaciones sexuales nos dañaron el alma, no hay un instante en la vida en que no nos despertemos sin pensar en lo que pasamos”. Cuando se quejó ante Pastor Álape, “me puso a bailar con el que me había violado”.
Con estas denuncias, Sara Morales arriesga su vida, por traidora y vocera de víctimas acalladas que están organizadas en @CorpoRosaBlanca y, como en la revuelta norteamericana, buscan romper el silencio y atraer nuevos testimonios. Revelarán pruebas “sobre cada uno de los que fueron comandantes, que mientras hablaban que las violaciones eran prohibidas, escogían para hacer de todo con nosotras”. El video de una sesión de fotos a niñas recién reclutadas es un impactante anticipo: parece ser la preparación de un catálogo de novedades para comandantes, con un guerrillero pidiendo destacar a “las tres pequeñitas”. Ante la denuncia de crímenes sistemáticos tan horrorosos, se preguntan dónde están las organizaciones feministas y quienes “dicen defender a las mujeres”. Piden protección especial a las autoridades pues “los violadores son ahora candidatos”.
Weinstein apostaría sus restos para llevar al cine estas historias, que comparativamente lo harían quedar como un gentleman. El manto de silencio e impunidad sobre los abusos en las Farc quedará hecho trizas cuando estos testimonios de violencia sexual inaudita lleguen a las feministas norteamericanas y a la opinión pública internacional. El desprecio habanero por las desertoras que habían huído de la guerrilla saturadas de ataques sexuales se devolvió como un bumerán.
La revista Time eligió personas del año 2017 a quienes rompieron el silencio alrededor del acoso. En Colombia, las ex combatientes insumisas de la Rosa Blanca califican para 2018. Su labor apenas arranca, pero será contundente. Así lo anticipan unas patadas de ahogado –“Lulú, la candidata trans de las Farc”- y la metaforfosis de Santrich, del jocoso “quizás, quizás, quizás” al insultante “¡cretino!” ante la mención de abortos forzados.
Con explicaciones doctrinarias y contraevidentes jamás se podrá prevenir la prostitución de menores, ni entender quienes y cómo abandonan el oficio.
Alexandre Lacassagne (1843-1924) fue un médico legista francés que promovió la investigación inductiva, basada en minucioso trabajo de campo. Se especializó en los tatuajes y dos de sus discípulos, Le Blond y Lucas, se interesaron por los de las prostitutas. Tras entrevistar a una treintena de mujeres y calcar directamente de la piel sus tatuajes, publicaron un libro peculiar. Anotan que, “jurando amor y fidelidad eterna”, ellas se dejaban tatuar el nombre de algún cliente convertido en amante. Eran comunes las iniciales P.V.L., Pour La Vie, para toda la vida. Una joven, en el oficio desde los 19 años, tenía dos corazones en su brazo, adornados con flores y palomas sosteniéndolos bajo un “unidos P.V.L.”. Inscripciones similares se repetían, a veces con un detalle trágico, como un puñal simbolizando la separación. En su estudio clásico sobre la prostitución en París, Alexandre Parent du Châtelet señaló que algunas mujeres eran expertas en borrarse los tatuajes para escribir el nombre del siguiente gran amor.
Las parisinas que marcaban su piel no han sido las únicas enamoradas ejerciendo el oficio. En una encuesta hecha en Bogotá a 250 prostitutas, cerca de la mitad recordó una relación estable o romántica con algún cliente. Entre las londinenses, el término trabajo se usa para el sexo sin afecto, con extraños. Pero también está el novio, o el sugar daddy, que pueden surgir de la misma clientela. Incluso en un segmento pragmático y negociante como las prepago colombianas de “alto standing”, se percibe esa inclinación. “Hay que meterle sensibilidad al rollo, algo de corazón, porque si no, no tiene gracia y termina siendo eso: acostarse simplemente por plata… Quiero conocer a alguien con quien formalizar el cuento de la familia”, confiesa Paula, una paisa instalada en Bogotá. El gran dilema de Bruna, escort brasileña, para enamorarse de algún asiduo es que, cuando sea para toda la vida, ella desearía un hombre que no frecuente mujeres como ella, que le sea fiel.
En la película Princesas de Fernando León de Aranoa, Caye, prostituta madrileña, le confiesa a Zule, dominicana, que añora no tener quién la quiera. Un día conocen dos tipos en un bar y al salir se preguntan si los van a tratar como novios o como clientes. Ese dilema lo tuvo Dania Londoño, la mujer que enredó al servicio secreto de Obama en Cartagena: la amiga con la que estaba en una discoteca decidió no cobrarle al levante mientras ella sí trató al suyo comercialmente y por eso insistió en el pago.
Nicole Castioni, jueza asesora del Tribunal Criminal y antigua diputada al parlamento de Ginebra, cuenta en su autobiografía que antes de su brillante carrera vendió su cuerpo en París durante cinco años. Una anécdota suya ilustra la persistencia del enamoramiento en ese medio del que logró salir para estudiar derecho y ser profesional. Años después volvió a Saint-Deins para hablar con sus antiguas compañeras. Al verla “estaban convencidas de que me había casado con un hombre rico. Cuando supieron que era diputada y jueza me hicieron el vacío. Eso era traicionarlas mientras que la boda con un millonario no”.
Si un romance puede ayudar a retirarse, otro con quien no toca es a veces la entrada a la prostitución. Así le ocurrió a la misma Nicole Castioni. Siendo joven se escapó de su casa -donde fue abusada repetidamente- para irse con Jean-Michel, de quien estaba perdidamente enamorada. “Me hacía regalos, me llevaba a hoteles de lujo, viajábamos en Ferrari”. La primera vez que él le pidió que se acostara con otro fue un favor, para pagar una deuda. Ella ya consumía cocaína. Luego, “alternando obsequios, golpes y droga, me hizo saber que iba a trabajar en Saint-Denis, que su madre tenía un apartamento allí y que yo iba a acostarme con los clientes en ese lugar".
Convendría mermarle al discurso militante –abolicionista o sindical- para privilegiar etnografías, testimonios, novelas y guiones, complejos, matizados, contradictorios, pero más realistas. Sólo así se podrán humanizar las prostitutas, reconociéndoles capacidad de agencia, sentimientos y la remota posibilidad de enamorarse. Cuando se problematice la mirada exclusivamente económica o política se podrán comprender un poco mejor las tortuosas vías de entrada a la actividad en una sociedad machista -requisito para prevenir la trata de menores-, las eventuales salidas y dos fenómenos casi ininteligbles. Uno, peculiar a las colombianas, es la alta proporción de madres en el oficio; otro, que casi no las atañe pues actúan en redes femeninas, es la misteriosísima relación de dependencia con chulos maltratadores. Nicole Castioni sentencia: "yo me prostituí por amor”. Tratándose de una jueza, es apenas sensato creerle.
El tristemente célebre asunto de escritores invitados a Francia sin escritoras deja varias lecciones.
Aunque fue una gaffe de dos mujeres acomodadas en el poder, quedó confirmado que en una sociedad machista con educación deficiente los agravios son responsabilidad del patriarcado, que tiene sus esbirras (sic). Defendiendo lo indefendible, algunos escritores confundieron una mala decisión burocrática con una señal de mercado.
Descubrimos otra faceta de una feminista versátil, ponderada y ecuánime, la crítica literaria. Dejó entrever un remedio drástico, doloroso, pero a largo plazo inevitable: censurar, tal vez quemar, novelas masculinas, por su flagrante misoginia. Empezando por Gabo, cómplice de sus indómitos personajes, todos los escritores del boom latinoamericano son “asquerosamente machistas” y sus nefastas enseñanzas solo podrán superarse cuando privilegiemos la literatura femenina.
Una joven escritora reveló sus dotes de ensayista. Con dinero para escribir y estudiar literatura en la Universidad de California, conocedora de la simpleza de los personajes femeninos en las novelas de hombres, se fajó una disertación tan filosófica como científica sobre masculinidades. Generosamente compartió pormenores del trabajo de campo para su tratado sobre el género masculino, breve pero deslumbrante. “He estado tranquila, observándolos en fiestas: hablando entre ellos. Presentando sus libros: entre ellos. Los he visto en bares, y mientras yo bailo, ellos se quedan en una esquina, entre ellos. A veces hablo con ellos, a veces ellos conmigo, y algunas de esas veces siento que hay una masculinidad que quiere salir de la brutal relación 'oprimidas vs. opresores'. Ese presagio de masculinidad no quiere un mundo solo entre ellos, porque francamente qué puta pereza”.
Con igual profundidad describió la angustiosa realidad de escritoras como ella. “Operamos a muerte en dos frentes: el esencial, habitación y dinero; y el social-político: ser reconocidas como sujetos”. En contraste con la muelle vida masculina, denuncia la agobiante necesidad de trabajar ocho horas diarias o más “para comer y pagar la habitación propia” y, encima, escribir, convencer editores. Para más inri, toca “sacar tiempo para resistir y protestar, una y otra vez, para que nuestra presencia no sea tenida por broma en un mundo que de manera repetitiva y vulgar se decide entre ellos”.
Ellos, así, genérico, somos todos los hombres. Qué puta pereza la minucia. Si acaso, distinguir fachistas de progres, pero no mucho más. Todos somos machos alfa consagrados, como Trump, Putin, Uribe, Rajoy o Weisntein. Quien medio logre su visto bueno, pues Obama, Puidgemont o Fajardo, mientras pela el cobre.
Para medio entender por qué ellas aplanan las diferencias individuales me sirvió uno de los pocos modelos económicos que recuerdo de la universidad, el del “market for lemons” (mercado automotor de segunda mano, los cacharros) de George Akerlof. La idea es simple: ante la ignorancia del comprador de un vehículo usado sobre la calidad, optará por achacarle los desperfectos comunes en el mercado. El vendedor nunca arreglará los daños pues ese esfuerzo no será reconocido por una clientela condenada a la mala calidad, nivelada por lo bajo con retoques cosméticos. No compensa invertirle a algo caracterizado como “lemon”: mediocre, francamente defectuoso.
En los mercados de parejas, de amigos o de socios, debe ocurrir algo similar: ellas aguantando imperfecciones, sin que nadie responda, sin chance de garantía. Ellos, guardando apariencias, repitiendo el guión correcto, con sensibilidad de género, como hicieron algunos aduladores en el #MeToo. El comentario que toca, la buena acción del día y poco más. No paga esforzarse por cambios sustanciales si se sabe que todos somos igual de machistas. La reputación, la mala calaña masculina ya va en las alcantarillas. Es el corolario del cúmulo de acosadores poderosos cayendo como fichas de dominó. Una feminista gringa anota: “no soporto el feminismo si eso significa tener que asesinar a todos los hombres”.
Como un cacharro de quinta, la calidad de cualquier varón ni siquiera hay que testearla. En su muro de Facebook uno de ellos se atrevió a preguntarle a una comentarista: ”¿nos conocemos como para afirmar tan alegremente que soy machista?”. Rápidamente fue puesto en su sitio: “yo no necesito conocerlo para saber eso”. Ellos son así, se sabe. No hay que identificarlos, ni interesarse por sus ideas, sus sentimientos, sus dilemas, sus proyectos o su historia. Es accesorio hablar con ellos. Como máximo, observarlos desde una pista de baile. Hablan carajadas, no piensan sino en sexo, no las oyen ni las dejan hablar, pero manejarán el mundo, su mediocre mundo patriarcal. Eso dictaminó una estudiante sacrificada en California que será escritora famosa, y la invitarán a Francia, y le darán el Goncourt, por ser mujer, porque se lo merece, porque con sus personajes diversos, con raíces pero con alas, empáticos e igualitarios, que “respirarán solos” en su obra, volverá trizas la masculinidad opresora, tal como anunció la nueva crítica literaria.