Sí, 2016 fue un annus horribilis. Pero los desastres desnudaron contradicciones del poder, y eso siempre es saludable.
Sobre Brexit, Manuel Castells destacó el sinsentido de llamar racistas a quienes rechazan a ciudadanos europeos que compiten legalmente por trabajo y beneficios sociales, no a inmigrantes del tercer mundo. Protestaron los perjudicados por la globalización, silenciados con el dogma de que ese nirvana beneficia a todos, que es la mejor doctrina económica posible. Una obtusa y bien remunerada tecnocracia -incondicional del libre flujo de cualquier cosa menos trabajo no calificado- insiste que el voto refleja ignorancia, cuando el embrollo es la rabia por la incapacidad para meter en cintura y hacer tributar a banqueros y multinacionales que con mano invisible se apropiaron del laissez faire, para enriquecerse sin fronteras ni talanqueras, ni una mínima aflicción por las inequidades.
Igualmente desconectada resultó nuestra élite intelectual, que predica amor y altruísmo pero fue incapaz de soportar una votación adversa. Desde Brexit advirtieron la posibilidad del No, por una razón similar: la estupidez popular. La decisión contraria al Acuerdo estaría determinada por las mentiras del uribismo –oficialmente, no hubo falacias oficiales- que se impondrían por “la poca educación e información que tienen los votantes colombianos”. Que el texto sometido a votación fuera críptico y desconocido era un detalle insignificante. Un diálogo opaco debió ser suficiente, pero “sus históricos avances no son registrados por el colombiano de a pie” que rehuye la verdad. Después hubo análisis sesudos, precisos. Supimos que con el embuste de la ideología de género los opositores “lograron sacar cerca de 2 millones de votos”.
Sobre la norteamérica profunda que eligió a Trump, Trent Lapinski, empresario de comunicaciones, hizo algo inusual en las redes: seguir gente que piensa distinto, en su caso trumpistas. Encontró americanos “privados de derechos, gente normal como usted y yo, que aún no se repone de la gran recesión. Están indignados con Obama Care, guerras que no cesan, acuerdos comerciales que acaban empleos y más impuestos”. Recomienda “abandonar los espacios seguros del pensamiento correcto, romper las cajas de resonancia y aceptar el desafío de verse al otro lado de la barrera” pero, sobre todo, respetar las ideas por igual, en forma independiente de la autoridad establecida. Por otra parte, la élite culta olvidó que los demócratas, alguna vez representantes de la clase trabajadora, perdieron la mayoría del congreso en 1994 tras la firma del NAFTA por el esposo de Hillary, tan del “establishment” como ella y escogido a dedo para ser presidente por Pamela Digny, cortesana multimillonaria. Tampoco importa que los horrorosos muros anunciados por Trump para trancar inmigrantes se vengan construyendo hace años en varias fronteras y que Obama haya deportado más gente que cualquier presidente norteamericano.
La fanaticada del Sí será corresponsable de lo que ocurra electoralmente en Colombia. Apenas se empieza a calibrar el desacierto de alborotar sectores literalmente reaccionarios -opuestos a cualquier innovación- por una razón simple: no confían en doctrinas caducas, sin debate, con mal diagnóstico de la inseguridad, cuentas alegres y mayor tributación regresiva. Algo similar ocurre en Francia con la izquierda que está eligiendo a Marine Le Pen. Acá más que allá el cuadro lo completa un ejecutivo sin cortapisas, un simil de realeza a la que sólo le faltan las pelucas. Una anotación sobre el régimen francés -“la única concesión a la modernidad es que el pueblo está autorizado para elegir al monarca”- le encaja al dedillo a nuestras estirpes hereditarias. La de Santos, con fast control legislativo y judicial, quedó plasmada en un regio retrato palaciego. En un país desgarrado por la desigualdad, no hubo reparos a esta provocación clasista; la paz con Nobel, Buckingham Palace y esa elegancia tan poco uribista acallaron la crítica. No es casual que no nos enteremos de mermelada casera como el peluquero privado del socialista François Hollande, con remuneración mensual de casi diez mil euros.
Hay élites menos pomposas que se creen víctimas. Una escena memorable de 2016 fue la delegación LGBT en Cuba. Acostumbrados a la democracia de pequeño comité, en la otra Corte, discutieron el “enfoque de género” con la organización más machista del país. Los cristianos también viajaron allá para lo mismo, pero al revés. Ambos volvieron felices, demostrando la pertinencia y profundidad del intercambio de ideas. Poquísimas instancias tuvieron ese acceso privilegiado al poder paralelo en el breve lapso para mejorar el Acuerdo; habría sido más sencillo no colgarle tanta arandela y, de pasada, no provocar al nuevo peso pesado de la política, con mayor fuerza electoral que quienes dejarán las armas.