Nuestro conflicto no fue guerra civil, pero tampoco una sucesión de crímenes y ataques terroristas individuales. Se trató de enfrentamientos entre grupos armados de muchos pelambres. La impronta de poderosas mafias y organizaciones en la violencia colombiana desafía las dos doctrinas enfrentadas: la obsesionada por penas de cárcel, individualista, y la que exige cambios sociales, políticos y culturales para desactivar la guerra.
Un enigma de las maras centroamericanas es la uniformidad de sus jóvenes miembros –por ejemplo los tatuajes- cuya lógica sería mantener cohesionada la pandilla en contra de los intereses particulares, incluso de la supervivencia. La noción de organizaciones voraces del sociólogo Lewis Coser permite entender esa dinámica. Cuando una agrupación fagocita a sus integrantes, anulando voluntades y capacidad de decisión, pierden sentido las conductas personales. En grupos militares, órdenes religiosas, sectas o ciertos clanes familiares la conformidad es absoluta, los comportamientos son colectivos, y la responsabilidad no recae sobre los individuos, como supone el sistema penal. Las FARC son voraces, y eso matiza la impunidad: en últimas, se le puede reprochar a cualquier combatiente su ingreso a la guerrilla, pero no haber participado en secuestros, combates o tomas de poblaciones, acciones ordenadas por la organización, bajo amenaza de muerte. Estudiosos de ETA anotan que ni siquiera los miembros del comando superior escapaban a ciertas normas impuestas por la banda, cuya “voluntad” no dependía de ellos.
Con reclutamiento forzado o engañoso, y a temprana edad, como en las FARC, el compromiso unánime con el colectivo es más nítido, y la iniciativa personal inexistente. El escándalo por los menores en poder de la guerrilla –con la alucinante justificación de que no los sueltan por “problemas jurídicos”- enfatiza el control grupal.
Una organización que trasciende a sus integrantes debe ser desarticulada interna y formalmente por sus líderes. Ahí radica la importancia del acuerdo con las FARC que, por resolución colegiada, aceptan liquidar la organización. Esa oportunidad nunca se había presentado, es imprudente dejarla pasar, y por eso conviene votar SI. Es la pepa dura, real y concreta del acuerdo; lo demás son intangibles, sueños o pesadillas, que dependen de la ideología de cada quien. Hubiera preferido hacer esta recomendación con entusiasmo y júbilo inmortal, no con el lánguido argumento del mal menor, muy en boga. Con Coser, un debate bien precario, escasa información y sin bola de cristal, prefiero endosar la paciencia del equipo negociador que la terquedad de la oposición.
No todo es digno de aplauso. Si Colombia rural quedó devastada por la guerra, la institucionalidad salió aporreada con la paz a cualquier precio. Sin que hiciera falta, se acomodó la historia, se silenciaron costos, se irrespetaron plazos y se incumplieron compromisos. La frontera de lo que legalmente puede hacer el ejecutivo se volvió maleable: por sacar adelante el proceso se rozó la corrupción. La sindéresis y el sentido común se resintieron: nos trataron como a menores de edad. El debate político, necesario para supervisar y pedirle cuentas al gobierno, se volvió una trifulca de egos. No hace falta castrochavismo para anotar que la democracia sale debilitada. El régimen, presidencialista y palaciego, refinó su capacidad para manipular la opinión pública, los medios, el legislativo y la justicia, que queda averiada cuando más se requiere. Los abusos de poder se maquillaron con propaganda, bochornosas disertaciones de expertos y hasta estrellas de universidades extranjeras, burdo argumento de autoridad. La hegemonía y el unísono fueron secundados por una élite académica, intelectual y mediática que, desde la campaña de reelección de un mandatario oligarca e impopular, renunció a indagar, analizar, evaluar y criticar el proceso, estigmatizando el disenso. Primó el nefasto principio de que un buen fin justifica medios dudosos, hasta ilegales.
A los maltratados ciudadanos nos piden ahora “la decisión de voto más importante que cada uno tendrá que tomar en toda su vida” (sic) refrendando a las carreras y en bloque, con pregunta amañada, un texto que apenas conocemos, bajo la amenaza, más oficial que subversiva, de que si no lo aprobamos volverá la guerra: una democracia de veras participativa.
De todas maneras, mejor no correr riesgos y votar SI. El daño legal e institucional ya está hecho y la incertidumbre del NO empantanaría aún más las perspectivas de esa patria soñada que el voluntarismo santanderista insiste en anunciar porque una guerrilla voraz y sanguinaria deja de existir. Implementar las reformas dependerá en gran medida del próximo gobierno. Una mujer en la presidencia ayudaría, siempre que busque sin tregua el tesoro escondido de las FARC y se le mida a desmantelar esas pandillas políticas, vanidosas, pendencieras, corruptas y algo voraces: les faltan los tatuajes.
Coser, Lewis (1974). Greedy Institutions: Patterns of Undivided Commitment. New York: The Free Press
Duncan, Gustavo (2016). "2018". El Tiempo, Agosto 24
Nussbaum, Martha C. (2016). "Una carta para el pueblo colombiano". El Colombiano, Agosto 28