Publicado en El Espectador, Mayo 26 de 2016
Texto después de la columna
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La mujer más importante de ETA es recordada por haber desafiado la lucha armada. Insólitamente, las guerrilleras que huyeron de las FARC son menos reconocidas que las combatientes, y fueron silenciadas.
A Dolores González Cataraín, Yoyes, la asesinaron en 1986 frente a su hijo de tres años. “Estás muerta”, le dijo un amigo unos días antes. Aunque su vida peligraba, rehusó tener escolta. ETA no le perdonó ser insumisa. Por diferencias con la organización, en 1980 había viajado a México, donde estudió sociología y decidió ser madre. “Un hijo es salir de la muerte”, escribió en su diario al nacer Akaitz. En 1985 se acogió a un plan de reinserción y regresó al País Vasco. Aparecieron los “traidora”, “chivata” (sapa) y “cobarde” en paredes y en la prensa afín a la banda.
De niña, soñaba con ser monja misionera. Fue la típica revolucionaria privilegiada que luchó por los demás. Creció en un hogar sin dificultades, con afecto y alegría. Como Tanja, las universitarias del M-19 y las revolucionarias bolcheviques, tuvo inquietudes políticas precoces. También fue temprano su irrespeto a la autoridad. Un día, cansada de hacer palotes (planas de caligrafía) por orden de la sor, le advirtió: “cuando yo sea monja y tú niña, te mandaré hacer palotes toda la tarde”. En sus lecturas, Marx y Lenin sucedieron al jesuita Martín Vigil. Creyente y practicante, por esa vía llegó a la justicia social. Le leía a su hermana fragmentos de la vida de San Juan de la Cruz y le decía “tengo unas ganas terribles de hacer algo por Dios, es decir, por los demás”.
Ingresó a ETA con 17 años a una célula de sólo mujeres. Liderando un “comando de chavalas”, Yoyes mostraba que la mujer “se debía integrar en la lucha al mismo nivel que el hombre”. Estudiante en San Sebastián, pasaba mucho tiempo con un etarra que se enamoró de ella sin convencerla. “No me siento atada a tí. No quiero que me sigas queriendo siempre”. Militó sin ceder a los caprichos de los guerreros.
Al exilarse en Francia quedó bajo la tutela de José Miguel Beñarán y lo sucedió en la dirección del aparato político etarra. Fue muy crítica de la estrategia militarista y del partido que la respaldaba. “¿Cómo me voy a identificar con dirigentes que lo único que saben es aplaudir los atentados de ETA y pedir más muertos?”. Cuando murió Franco, se instaló en Bayona donde conoció a quien sería su esposo y padre de su hijo, Juanjo Dorronsoro. Trabajó con grupos feministas. Nunca tuvo grandes certezas, enfrentaba los dilemas: “si hablo de un objetivo o una lucha, dejo de lado el feminismo; y si hablo de la igualdad de condiciones para la mujer, dejo de lado la lucha política”.
En abierto contraste con esta mujer, la más reconocida de las etarras, las insumisas de las FARC, mezcladas con las capturadas en el grupo de “reinsertadas”, han sido relegadas, ignoradas, más que las víctimas civiles. Están en un limbo, no tienen voz, a pesar de ser numerosas, tal vez más que las guerrilleras activas. La campaña “soy capaz”, que anunciaba algún compromiso con ellas, pasó sin pena ni gloria. La telenovela La Niña es una voz en el desierto. Con el beneplácito de la mitad de la mesa de negociación, que las considera traidoras, en medio de una retórica de paz y rescate de la memoria, nadie se interesa por las mujeres que arriesgaron su vida por dejar la guerra, y conocen su entraña. El protagonismo es para combatientes que maquillan las realidades del conflicto desde La Habana, o en los campamentos ante periodistas gringos. El comandante Teófilo Panclasta, por ejemplo, presenta el reclutamiento de jóvenes prostitutas como labor social de las FARC. El encarte y celo oficial con las reinsertadas es desconcertante. Sin consultarlas, llegan a impedirles que hablen de su vida en la guerrilla, mucho menos de los abusos sufridos.
La historia correcta de las mujeres en las FARC la están dictando los comandantes, que se proclaman sus redentores. Yoyes mantuvo control de sus recuerdos, y dejó impresiones sobre su esposo, que nunca fue etarra. “Quiero a este hombre sencillo con pinta de artista, andar de libertad y una gran ternura en los gestos, en la voz, en las manos, en la mirada, cuando está conmigo; siempre con la palabra precisa a mi pregunta, a mi tristeza”. En la nueva versión pasteurizada de los romances en la guerrilla tal vez nos cuenten que reflexiones así son usuales entre farianas.
Casey, Nicholas (2016). "A Former Girl in Colombia Finds 'Life Is Hard' as a Civilian". The New Yor Times, April 27
A Dolores González Cataraín, Yoyes, la asesinaron en 1986 frente a su hijo de tres años. “Estás muerta”, le dijo un amigo unos días antes. Aunque su vida peligraba, rehusó tener escolta. ETA no le perdonó ser insumisa. Por diferencias con la organización, en 1980 había viajado a México, donde estudió sociología y decidió ser madre. “Un hijo es salir de la muerte”, escribió en su diario al nacer Akaitz. En 1985 se acogió a un plan de reinserción y regresó al País Vasco. Aparecieron los “traidora”, “chivata” (sapa) y “cobarde” en paredes y en la prensa afín a la banda.
De niña, soñaba con ser monja misionera. Fue la típica revolucionaria privilegiada que luchó por los demás. Creció en un hogar sin dificultades, con afecto y alegría. Como Tanja, las universitarias del M-19 y las revolucionarias bolcheviques, tuvo inquietudes políticas precoces. También fue temprano su irrespeto a la autoridad. Un día, cansada de hacer palotes (planas de caligrafía) por orden de la sor, le advirtió: “cuando yo sea monja y tú niña, te mandaré hacer palotes toda la tarde”. En sus lecturas, Marx y Lenin sucedieron al jesuita Martín Vigil. Creyente y practicante, por esa vía llegó a la justicia social. Le leía a su hermana fragmentos de la vida de San Juan de la Cruz y le decía “tengo unas ganas terribles de hacer algo por Dios, es decir, por los demás”.
Ingresó a ETA con 17 años a una célula de sólo mujeres. Liderando un “comando de chavalas”, Yoyes mostraba que la mujer “se debía integrar en la lucha al mismo nivel que el hombre”. Estudiante en San Sebastián, pasaba mucho tiempo con un etarra que se enamoró de ella sin convencerla. “No me siento atada a tí. No quiero que me sigas queriendo siempre”. Militó sin ceder a los caprichos de los guerreros.
Al exilarse en Francia quedó bajo la tutela de José Miguel Beñarán y lo sucedió en la dirección del aparato político etarra. Fue muy crítica de la estrategia militarista y del partido que la respaldaba. “¿Cómo me voy a identificar con dirigentes que lo único que saben es aplaudir los atentados de ETA y pedir más muertos?”. Cuando murió Franco, se instaló en Bayona donde conoció a quien sería su esposo y padre de su hijo, Juanjo Dorronsoro. Trabajó con grupos feministas. Nunca tuvo grandes certezas, enfrentaba los dilemas: “si hablo de un objetivo o una lucha, dejo de lado el feminismo; y si hablo de la igualdad de condiciones para la mujer, dejo de lado la lucha política”.
En abierto contraste con esta mujer, la más reconocida de las etarras, las insumisas de las FARC, mezcladas con las capturadas en el grupo de “reinsertadas”, han sido relegadas, ignoradas, más que las víctimas civiles. Están en un limbo, no tienen voz, a pesar de ser numerosas, tal vez más que las guerrilleras activas. La campaña “soy capaz”, que anunciaba algún compromiso con ellas, pasó sin pena ni gloria. La telenovela La Niña es una voz en el desierto. Con el beneplácito de la mitad de la mesa de negociación, que las considera traidoras, en medio de una retórica de paz y rescate de la memoria, nadie se interesa por las mujeres que arriesgaron su vida por dejar la guerra, y conocen su entraña. El protagonismo es para combatientes que maquillan las realidades del conflicto desde La Habana, o en los campamentos ante periodistas gringos. El comandante Teófilo Panclasta, por ejemplo, presenta el reclutamiento de jóvenes prostitutas como labor social de las FARC. El encarte y celo oficial con las reinsertadas es desconcertante. Sin consultarlas, llegan a impedirles que hablen de su vida en la guerrilla, mucho menos de los abusos sufridos.
La historia correcta de las mujeres en las FARC la están dictando los comandantes, que se proclaman sus redentores. Yoyes mantuvo control de sus recuerdos, y dejó impresiones sobre su esposo, que nunca fue etarra. “Quiero a este hombre sencillo con pinta de artista, andar de libertad y una gran ternura en los gestos, en la voz, en las manos, en la mirada, cuando está conmigo; siempre con la palabra precisa a mi pregunta, a mi tristeza”. En la nueva versión pasteurizada de los romances en la guerrilla tal vez nos cuenten que reflexiones así son usuales entre farianas.
REFERENCIAS
Antolín, Matías (2002). Mujeres de ETA. Piel de serpiente. Madrid: Temas de HoyCasey, Nicholas (2016). "A Former Girl in Colombia Finds 'Life Is Hard' as a Civilian". The New Yor Times, April 27
Malvar, Aníbal (2006). “Yo, la madre de
Yoyes, ya perdoné”. Crónica, Sep
10
Suárez, Gonzalo (2013). “El hijo de 'Yoyes' que
sobrevivió a 'Kubati'”. El Mundo, Dic
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