Reproducción de la columna después de las gráficas
REFERENCIAS
Hace casi dos siglos André-Michel Guerry, abogado francés aficionado a la estadística, señaló una asociación entre el crimen, las estaciones y el clima.
La cartografía empezaba a ser utilizada como herramienta para los estudios sobre el delito en diferentes regiones. El belga Alfred Quetelet –astrónomo, matemático, estadístico y sociólogo- es considerado, junto con Guerry, pionero de la criminología y de las ciencias sociales modernas. Observó que en el sur de Europa los homicidios se concentraban en los meses de verano mientras que los robos eran más frecuentes en invierno. Desde esa época Quetelet anotó el principal problema de las cifras oficiales de delincuencia: incluían sólo las denuncias y dejaban por fuera un alto porcentaje de “crímenes cometidos que no se conoce”. Es probable que Quetelet cayera en el olvido por haber precedido a César Lombroso en el interés por las características fisicas y antropométricas de los criminales. Lo que sorprende es que no se mencione su nombre entre quienes, con enormes bases de datos y sofisticadas herramientas estadísticas, han vuelto a buscar asociaciones entre el clima y la violencia. La cresta de la ola en esta nueva moda es un meta-estudio en donde se combinan sesenta de estos trabajos, realizados en su mayoría durante la última década.
Hay algo que impide calificar de charlatanes a unos investigadores vinculados a reputadas universidades norteamericanas y que publican trabajos en Science y Nature. Pero son bien difíciles de digerir la tranquilidad, certeza y prepotencia con las que lanzan sus conclusiones. “La magnitud de la influencia del clima es sustancial: por cada desviación estándar de cambio en el clima hacia mayores temperaturas, los estimativos indican que la frecuencia de violencia interpersonal aumenta 4% y la frecuencia de conflicto entre grupos aumenta en 14%”.
También produce desazón la falta de rubor con la que mezclan casi cualquier conducta agresiva –choferes ruidosos, retaliaciones de beisbolistas, violencia doméstica, brutalidad de policías, guerras civiles o golpes de estado- en cualquier lugar del mundo –EEUU, Tanzania, Holanda o China- en cualquier época desde 8000 A.C., y con cualquier frecuencia –horaria, diaria, hasta centenaria- para cuantificar esas asociaciones. Más que débil, la teoría es inexistente, pero esa falencia se compensa con un par de consideraciones econométricas para hablar de causalidad. No hay discusión sobre la calidad de los datos, lo que tanto preocupaba a Quetelet, y en su lugar se inventan una variable como de ciencia ficción para unificar la amalgama. “Nuestra medida preferida sobre la importancia (de la relación de causalidad) consistió en responder una pregunta directa: ¿causa el clima un cambio en el riesgo de conflicto que un experto, un policy-maker o un ciudadano consideraría importante?”
Con semejante mezcla de incidentes, agresores, épocas, calidad de cifras y niveles de agregación, el análisis se limita a los detalles técnicos de las estimaciones, o a trasladar selectivamente conclusiones de trabajos en escenarios específicos para dizque explicar ese extraño concepto de “conflicto” supuestamente universal, ahistórico y ubicuo. De tales piruetas salen verdaderas perlas. “Puesto que la agresión en altas temperaturas incrementa la probabilidad de escalamiento de los conflictos en ciertos contextos (como los partidos de beisbol) y también la probabilidad de que la policía utilice fuerza excesiva (conclusión de la evaluación de un curso de verano de entrenamiento policial), es posible que este mecanismo afecte la prevalencia de conflictos a gran escala”.
Estas comparaciones de lugares y épocas, con variables de política sacadas de la manga e impresionantes cálculos de elasticidades, ya son usuales en varias disciplinas y sorprendentemente aceptadas por una élite académica sin que nunca quede claro a quien van dirigidas las iluminantes conclusiones que siempre llevan implícitas unas recomendaciones de acción pública. Se puede pensar en dos tipos de auditorio para esta variante del realismo mágico: el activismo internacional y la tecnocracia educada sin polo a tierra. El estudio mencionado será suficiente para la afirmación contundente, y “científicamente respaldada”, de que el cambio climático agravará todo tipo de conflictos y que por lo tanto toca controlar cualquier cosa que pueda agravarlo. Aunque la mega base de datos sobre crimen y clima no incluye a Colombia –caliente y violenta- también es probable que algún burócrata local, impresionado por la pirotecnia estadística, proponga que para evitar la reincidencia, la desmovilización y las zonas de reserva campesina se concentren en los páramos. Por la paz, lo que sea.
“El boceto ya está listo. Ahora cambiemos de escala”. Esta simple observación de mi hermana arquitecta discutiendo los planos de una reforma me hizo ver con claridad una enorme falla en mi formación.
Es fácil figurarse los primeros bosquejos que debió hacer Rogelio Salmona al concebir las Torres del Parque e imaginar la diferencia abismal entre tales bocetos, los más creativos, y los planos que finalmente permitieron que albañiles, carpinteros, eléctricos y plomeros construyeran los edificios. Tuve la oportunidad de comparar esos dos extremos en el museo Guggenheim de Bilbao, en donde conservaron todos los documentos de diseño y ejecución de la obra. La inspiración y el genio de Frank Gehry quedaron plasmados en unos esbozos tan simples como magistrales en los que no es evidente si se trata de un transatlántico o un edificio. Al lado de estas caricaturas, y de las sucesivas rondas de fachadas, plantas, cortes y maquetas cada vez más detallados, se exhibían los planos eléctricos finales, minucias técnicas apabullantes de casi veinte metros cuadrados de superficie. Si pasar del proyecto a la construcción es arduo en lotes vacíos, el dilema entre demoler o conservar hace aún mayores las dificultades para reformar lo existente.
Los arquitectos conocen a los responsables de ejecutar las obras e interactúan con ellos. En otros campos algo tan elemental es menos obvio. Una gran tara intelectual contemporánea es pensar que un proyecto o boceto basta para cambiar las instituciones, haciendo caso omiso del tedioso proceso de aumentos de escala, correcciones y aportes de conocimiento menos brillante de oficios prácticos. La metáfora arquitectónica ilustra la relación de los expertos con el poder. Ávidos de soluciones simples, los políticos y periodistas se rodean de quienes ofrecen caricaturas elementales. Despreciada la minucia, la “política pública” se convierte en una rara esquizofrenia de diseños institucionales grandiosos pero ajenos a las organizaciones reales, que tercamente siguen su curso sin que nadie entienda bien cómo funcionan, ni quienes las manejan, o las saquean. En cualquier entrevista o seminario un Salmona o un Gehry son más taquilleros que los artesanos hicieron realidad sus diseños. Esa asimetría ha estimulado artificialmente el mercado de gurúes hasta el punto de que algunos logran hacer pasar cualquier mamarracho por esbozo de una gran obra.
Las negociaciones en la Habana han alebrestado la arquitectura institucional de vanguardia. Los más afiebrados proponen nueva constituyente. Otros pregonan evitar cien años más de soledad, imaginar lo inimaginable, hacer lo que no se hizo en medio siglo de conflicto, equilibrar regionalmente el poder, transformar el campo e incluso coordinarnos, querernos y compartir sueños de país como dirigidos por Pékerman. Los flamantes autores de bocetos, engalletados después del tautológico “voto por la paz”, ni se molestan en insinuar vagamente quien hará planos de detalles o definirá acciones concretas, que consideran vulgar carpintería. Y de la ebanistería a la medida con materiales de demolición que se requiere en localidades específicas asoladas por el conflicto casi nadie habla.
A pesar de la guerra, y de unas elecciones apocalípticas, mucha gente en Colombia continuó como si nada con sus actividades cotidianas. Así seguirán, con firma o sin firma de acuerdos, una opción que la gran mayoría de ciudadanos ve como la más probable. La rutina es terca y son múltiples los problemas concretos, públicos y privados, que se deben seguir resolviendo, con paz o con conflicto. Esa extraña normalidad permitió que hasta los diálogos con la guerrilla y la atención a las víctimas se iniciaran en medio de la confrontación. Las instituciones evolucionan y algunas fracasan más por la imprevisión de revolcones anteriores o la corrupción que por la violencia. Aunque se requiere diseño y coordinación a nivel nacional, el desarme, la desmovilización, la reintegración, el desarrollo rural, el monopolio estatal de la coerción, la seguridad ciudadana, la justicia transicional e incluso la atención a la población damnificada son más desafíos artesanales de minuciosa remodelación local que planes globales concebidos por estrellas mediáticas. No todos los colombianos consideran el posconflicto la oportunidad para un nuevo contrato social, o el despertar de una nación justa e incluyente que surgirá de los escombros. Esa es la visión de los arquitectos sociales que, engolosinados con su borrón y cuenta nueva, se sienten Le Corbusier proyectando sobre terrenos vacíos obras tan perfectas -vistas desde el aire- que justifican demoler cualquier construcción anterior. Como el famoso urbanista, son demasiado brillantes para soportar el desorden existente.